El aroma del capuccino subía lentamente desde el centro de la mesita de madera estilo nórdico, junto a un croissant y una magdalena de chocolate. Abríamos la segunda parte de una mañana en la que la decepción había ido ganando terreno según iba alejándose el amanecer. Pero el cielo blanquecino y el frío en suspensión quebraron a nevar de repente a media mañana, cuando el humo del café aún revoloteaba. La enorme cristalera del Starbucks se convirtió en una pantalla por la que observar un desfile de felicidad. En cada mesa bullían sonrisas, y miradas brillantes recorrían la calle y todos los espacios mientras la ciudad se despertaba de un letargo de más de treinta años. No solemos mirar hacia arriba, y nos perdemos ideas entre balcones, edificios, árboles y nubes que el viento de esa mañana nos mostraba nuevos, porque esa mañana todos mirábamos a todas partes y redescubrimos una ciudad distinta que nos hacía sonreír. Distinta porque la nieve nos hizo mirarla como hacía mucho que no lo hacíamos.

Los primeros copos de nieve caían sobre la Gran Vía entre autobuses y dependientas del Corte Inglés que salían a comprobar que aquello estaba pasando de verdad. Brazos y más brazos alzados buscando la mejor imagen, mientras los copos de nieve iban multiplicándose y moviéndose con las corrientes de aire, suaves, entre las calles, y todo era como un vídeo musical de recuerdos en presente en el que la cámara gira lentamente y las luces hacen que los ojos se entornen con una enorme sonrisa. Unas chicas bailaban una conga alrededor de una señal de prohibido, y un chico abría los brazos y la boca mirando al cielo desde un paso de cebra por el que los coches no pasaban, y una pareja se besaba entre sonrisas sin saber bien por qué y sin que importara demasiado.

En pocos minutos nos dimos cuenta. Estábamos felices sólo porque estaba nevando en nuestra ciudad, y sentimos entonces que esas calles que recorremos todos los días sin prestar demasiada atención nos pertenecen mucho más de lo que solemos darnos cuenta, que siempre hemos sido parte de ella, parte de la ciudad, y que hay una enorme alma común que compartimos. Las sonrisas de la nevada del 18 de enero de 2017 eran sonrisas de la misma Murcia en las caras de todos los que vivimos esos minutos en la calle, a través de una ventana, en un patio interior o desde la ventanilla de un coche. Las mismas sonrisas, la misma felicidad natural que nos recuerda a veces lo sencillo que es apreciar que estamos vivos y lo poco que lo hacemos. No era solamente nieve. Fue Murcia. Fuimos nosotros. Vale.