Por fin el madridismo está cómodo. Ya era hora. Tanta felicidad nos había situado en un terreno desconocido: el placebo que aparece cuando todo salía rodado era una sensación poco habitual, tanto que nos mosqueaba. Las derrotas contra el Sevilla en Liga y ante el Celta en Copa nos devuelven a un escenario que reconocemos mejor: las críticas, el pesimismo y el sobresalto. Es decir, la histeria. También nos sobrevuela el supersticioso recuerdo del Madrid de Queiroz, que se desplomó tras un inicio brillante, así como el de Ancelotti; así que más nos valía acelerar cuanto antes la caída, para luego poder estar a tiempo de corregir -lo que definimos como remontar-. Y, además, nueve meses -el tiempo que duró la racha merengue sin perder- suponían demasiado silencio para los antimadridistas: había que concederles ya su derecho a ser felices. Resulta curioso cómo gran parte del madridismo de la historia moderna -la que, digamos, nació tras los desastres de Tenerife- asume que funciona mejor a contracorriente, sin el cartel de favorito y cuando todos le dan por muerto. Parece que lo deseamos incluso cuando no hay motivos. Al menos, de momento. Pues exceptuando tal vez la época de Mourinho y Guardiola -con equipos rozando y alcanzando los 100 puntos- las temporadas nunca son arrolladoras. Ni en resultados ni menos aún en juego. Los altibajos son circunstancias naturales del deporte. Y de su gestión dependen en buena medida los resultados finales. Por ejemplo: aunque parezca increíble, aún tiene arreglo la Copa. El fin del mundo que tanto nos gusta todavía no ha llegado.