Que me eche novio, me dicen constantemente mis amigas.

Llevo siglos argumentando que me he dejado lo del amor, los mismos que llevan ellas insistiendo en lo equivocada que estoy y enumerando las innumerables virtudes de hallarse enamoradas, mientras despotrican unánime y fervientemente contra su dulce amor.

Como esta dialéctica batalla la tengo perdida de antemano por encontrarme en clara minoría, respondo que sí, que están en lo cierto y que me ha entrado un ansia incontenible de echarme un novio para quejarme, al igual que ellas, bien a gusto y con razón.

Chicas, qué ganas de tener un novio, de verdad.

Qué ganas de tener un novio para quererlo más que a mi vida y decir que me tiene en un sinvivir y que esto no es vida ni ná.

Qué ganas de tener un novio para decir que es lo mejor que me ha pasado y que si me pasan la película de mi vida echo por otro lado.

Qué ganas de tener un novio para decir que es el mejor, que es un cabrón y que son todos iguales.

Qué ganas de tener un novio para decirle que si me quisiera haría no sé qué y no sé cuantos por mí y que antes me quería más. Qué ganas de tener un novio para que haga o diga lo que sea que está en mi cabeza, pero que salga de él.

Qué ganas de tener un novio para decirle que ya no hacemos cosas juntos y que se vaya a dar una vuelta a ver si me deja vivir un poquito.

Qué ganas de tener un novio para decirle que sus amigos no me gustan ná y acostarme sin querer con la mitad.

Qué ganas de tener un novio para decirle que sí, que se vaya con sus amigos, que él sabrá.

Qué ganas de tener un novio para ir a sitios, quedarme en la misma puerta y que él se vaya tranquilamente a aparcar.

Qué ganas de tener un novio para ir con él de restaurantes, decirle que ya no me cabe nada más y después, comerme su postre y su pan.

Y qué ganas de dejarme el monedero en casa y no hacer ni tan siquiera el amago de pagar.

Qué ganas de tener un novio para despertarlo en cuanto se haya quedado dormido en el sofá, dejarle elegir la película y después no parar de hablar.

Y qué ganas, Dios mío, para tirarle sin querer su camiseta favorita, que estas cosas pasan mucho.

Qué ganas de tener un novio para decirle, mientras subo la manita por la pierna «¿a que no sabes lo que me comía yo ahora?» y mandarlo, ipso facto, al chino a comprar pipas con alevosía y nocturnidad.

Y qué ganas de mirarlo picarona todo el día, repitiéndole «esta noche te vas a enterar» y que vengan mis padres a cenar.

Qué ganas de tener un novio para preguntarle que quién está más gorda, su hermana o yo, a quién le sienta mejor el vestido, qué pensó la primera vez que me vio, cómo de bonita le parecí, di, di, di.

Qué ganas de tener un novio para tocarle la barriga con las manos congelás y calentarme los pies, para decirle que ya no me mete mano como antes y, en cuanto se anime, gritarle qué hace, que no sea cerdo. Qué ganas además, de meterme desnuda en la cama, rozarme un poquito y decirle que me deje tranquila, que no quiero ná. Pero, sobre todo, qué ganas de tener un novio para preguntarle si está dentro ya.

Qué ganas de tener un novio para decirle que ya nunca hablamos, que falla un montón la comunicación y que me traiga el éste que está en el esto y poder reprocharle que nunca encuentra ná.

Qué ganas de tener un novio para no dejarlo hablar, ir con él al médico e indicarle qué, cuánto y dónde le duele y lo que le tiene que recetar.

Qué ganas de tener un novio para que crea que ha sido todo idea suya.

Qué ganas de tener un novio para decirle que las croquetas de su madre no valen ná.

Pero qué ganas, madre, de tener un novio para decirle que a mí no me pasa ná.

Y qué ganas, señores, de tener un novio para querernos, respetarnos, reírnos y disfrutar y que a ´eso´ no lo llamemos ´tener´. Bueno, esto no.