Resulta difícil, por no decir imposible, imaginarse a un amigo con un nombre distinto del que tiene. Yo mismo, Antonio, no sé si sería el mismo si me llamara, por ejemplo, Pascual. Y sin embargo, si en algo están de acuerdo lo lingüistas es que la relación que se establece entre el significante y el significado, entre el nombre y la cosa, no es necesaria sino convencional. Basta con que mis padres me hubieran puesto Pascual para que mis amigos tuvieran ahora dificultad a la hora de asociarme a mi nombre actual.

Ocurre algo parecido con el nombre de los partidos políticos. Cuesta imaginarse, pongamos por caso, al PSOE o Podemos con un nombre distinto del que tienen (los demás partidos los dejamos para otro artículo). Pero podrían perfectamente cambiar de denominación y al poco terminaríamos por acostumbrarnos. Porque aquí sí que existe una función identificadora, motivadora. 'Socialista', 'obrero', 'español' son en origen términos perfectamente acotados. Y 'podemos', una palabra que sintetiza todo un ideario político. Algo que implica inevitablemente que, si llegado el caso, se produce con el paso del tiempo la renuncia a ciertos postulados iniciales (lo que se conoce como desmotivación semántica), estas denominaciones dejen de significar lo que significaban y pasen a convertirse en meros signos convencionales, tan arbitrarios como lo son Antonio o Pascual. No diré que hayan llegado a eso, y mucho menos Podemos que acaba de nacer. Pero a nadie se le escapa que al PSOE actual, según una apreciación bastante generalizada, le queda poco de 'socialista' u 'obrero', incluso de 'partido', a la vista de sus últimos comités federales. O que Podemos, que se presenta como una posibilidad segura, puesto que utiliza el presente del indicativo, no siempre 'puede'. Pese a su fuerza pujante no ha podido o sabido, de hecho, impedir que tras el 20N de 2015, un moribundo político como Rajoy, lastrado por la corrupción, se haya afianzado en el poder.

Los próximos congresos de Podemos y el PSOE, en febrero y junio respectivamente, van a resultar determinantes para saber qué camino emprenden estas formaciones. Empecemos por el PSOE. Cuando la transformación de la sociedad se convierte en una quimera, el paso por el Gobierno resulta ineficaz a la hora de corregir los desequilibrios sociales, o el pactismo se muestra como el último recurso para sobrevivir, no es extraño que pene para convencer a su antiguo electorado de que es capaz de hacer algo distinto de lo que haría la derecha. No basta con llevar un nombre histórico de largo y memorable recorrido para seguir ganando elecciones por inercia. Dice Umberto Eco en una de sus mejores novelas que «de la rosa no nos queda sino el nombre». No es descabellado pensar que si el PSOE no sale de su lógica de aparato, si no renueva su alianza con las clases trabajadores, no quede de él sino su denominación fundacional.

Podemos, que toma su nombre del grito de guerra del sindicalismo campesino estadounidense de décadas atrás Yes, we can (retomado posteriormente por Obama), tiene ahora que demostrar que como formación es más que eso, un grito de guerra. De momento, a Errejón no le falta razón cuando dice que su grupo debe corregir el rumbo de los últimos meses. Un tiempo errático en que el partido morado se debilitó por «la gestión improductiva de las negociaciones para formar Gobierno después de las elecciones de 2015 y la percepción de inmadurez y soberbia» por una parte de su electorado. Sin dejar de lado la protesta social o apelar a los más desfavorecidos, la nueva formación nacida para 'hacer' no puede replegarse en una izquierda nostálgica y testimonial que rehuya de los pactos, sino que debe convertirse «en un proyecto de normalidad alternativa, dirigiéndose a sectores más amplios y llegando a acuerdos». Será la única forma de que el grito de esperanza que surgió en las plazas de toda España, aquel «sí, se puede», se haga realidad. De que Unidos Podemos no se vaya desmotivando semánticamente y, también en este caso, de la rosa, sólo quede el nombre.

Llamarse PSOE o Unidos Podemos conlleva una enorme carga de responsabilidad con respecto a millones de personas que confían en la capacidad transformadora de la izquierda y siguen luchando por la justicia social y los derechos humanos. Son, pues, mucho más que unas siglas históricas o una solemne declaración de intenciones. De ahí la importancia de que estos nombres no terminen, por un motivo o por otro, desdibujados, estereotipados, y finalmente desprovistos de su significado más profundo.