Se aproxima el congreso nacional del Partido Popular y me animo a regalar dos consejos a los compromisarios. Ninguna de las dos ideas que aquí glosaré son mías, sino que figuran como posibles enmiendas a los estatutos propuestas por destacados militantes y que ya son de dominio público.

La primera enmienda sugiere la conveniencia de incorporar la libertad de voto en conciencia de los diputados del PP en aquellas cuestiones que afecten a las convicciones morales o religiosas de los interesados. Mi consejo es que acepten esa enmienda, aunque haya sido rechazada en ocasiones anteriores. Explicaré brevemente por qué.

La mayoría de los votantes de un partido suelen compartir preferencias en muchas cuestiones. Por ejemplo, la inmensa mayoría de los votantes del PP son partidarios de la soberanía del pueblo español, la integridad territorial de España, las libertades individuales y la iniciativa privada. Sin embargo, todo partido que aspire a gobernar, como el PP o el PSOE, en una sociedad democrática y con alto nivel de renta, como la española, se verá impelido a recoger los votos de una cierta diversidad de personas con opiniones distintas, e incluso contrapuestas, en algunos temas concretos. Así, es patente que hay discrepancias entre los del PP en lo que se refiere a las situaciones en que debe autorizarse abortar o en la fracción del Producto Interior Bruto que debe recaudarse vía impuestos para sostener los servicios públicos.

El aborto, por citar solo un ítem, es el típico caso susceptible de afectar la conciencia de algunos diputados. Y tampoco se le oculta a nadie que una buena parte de los diputados serán de adscripción cristiana e incluso católicos practicantes. Y que representan a un grupo importante y respetable de posibles votantes del PP. En consecuencia, negar la libertad de voto en conciencia en esos temas causará dos problemas: uno cierto y el otro muy probable. Con certeza implicaría un sufrimiento moral a los diputados y a los votantes, que se verían en el dilema de elegir entre su partido favorito y sus convicciones; además, probablemente originaría que se inclinarán por dimitir los unos y por no votar al PP los otros. El perjuicio de admitir el voto en conciencia se me antoja, en contrapartida, pequeño en comparación con las ventajas de aceptarlo.

La segunda propuesta es la de que los militantes elijan directamente al presidente del partido o al candidato a presidir el Gobierno de España. En este caso mi consejo es que los compromisarios rechacen la enmienda. Y explicaré también por qué.

En primer lugar porque eso conduce fácilmente a despojar a los órganos colegiados del partido de capacidad de influir en la marcha de la formación, agravando el cesarismo que suele cernirse sobre los grupos políticos. Tanto el PP como el PSOE son partidos con una extensa implantación territorial y de ahí deriva buena parte de su fortaleza. Pero esa implantación necesita para dotarse de eficacia y coherencia de multitud de cargos intermedios, como concejales, diputados autonómicos y dirigentes locales, sin cuya actividad el partido no funcionaría. Y las primarias tienen la indeseada desventaja de minar el papel de esos cargos intermedios. Hasta el punto de que se difumina peligrosamente ante qué órgano debe rendir cuentas de sus actuaciones el dirigente elegido en primarias, que caerá fácilmente en la tentación de acudir a plebiscitos.

Es imprescindible que los militantes tengan su cuota de protagonismo, pero deben ejercerla eligiendo esos cargos intermedios, postulándose para ellos o desarrollando todo tipo de tareas para su organización.

En tercer lugar, y más transgresor, en todo partido hay una diferencia imperceptible pero importante entre quienes han tenido la experiencia de gobernar, o ejercer la oposición, y quienes carecen de ambas experiencias. Eso suele traducirse, con raras excepciones, en una diferencia de criterio: los que han formado parte de instituciones saben de primera mano lo que supone atender al conjunto de los ciudadanos y no solo a los militantes de su partido y han tenido ocasión de percatarse de las limitaciones inherentes a todo poder político. En consecuencia, es más probable que capten mejor los intereses de los ciudadanos en general, o al menos de sus votantes, que los que carecen de esa experiencia.

El resultado es fácil de predecir: los militantes de cualquier formación suelen ser más radicales en sus ideas que el conjunto de sus votantes y, cosa menos obvia, que sus dirigentes intermedios. Y suelen optar, como es lógico, por el candidato que más se les aproxima que, con frecuencia, no es el favorito de los votantes, justo lo opuesto a lo que se pretendía.

Por esos dos motivos, prefiero la democracia representativa a la democracia directa y, no digamos, a la asamblearia. He formado parte de demasiadas asambleas estudiantiles para saber de qué hablo.