"Finjamos que no tenemos miedo a nada», solías decir.

No recuerdo bien la pregunta, pero sé que la respuesta esperada era aquel beso que no te di".

«Truquemos la balanza a nuestra conveniencia», proponías. «Llenemos nuestra vida de esos momentos en los que parece demasiado corta. No sabemos cuántas vidas nos quedan y, en cualquier caso, será demasiado tarde cuando podamos comprobarlo. Si nos paramos a pensarlo, se nos escapa, se nos es-ca-pa. ¿Para quién crees que son todos esos charcos? ¡Para nosotros, para ti y para mí! Que no te engañen: se pueden coger todos los trenes, todos, se puede cambiar mil veces de estación, se puede ir en autobús, andando, lo que no se puede es quedar uno quieto, viendo el futuro convirtiéndose en pasado sin pena ni gloria, como un juguete sin sacar de su caja. Seamos locos, seamos lo que somos. Prueba, Lucía, pide un año de excedencia, te lo puedes permitir, te lo mereces».

Te veías tan bello, tan estúpido y tan equivocado. Estas charlas me las solías dar desnudo y cargado de razones, con tus pies descalzos sobre la madera, deambulando de un lado hacia otro, como un niño que no encuentra la salida y dejando una estela de humo a garabatos, como un reactor loco, con aquel cigarrillo de tabaco de liar y aquellas manos tuyas que trataban de aupar las palabras, que se veían incapaces de hacerme llegar lo que para ti era tan evidente.

«Lucía, dos días estuve abrazado a mi abuela antes de que muriese, dos años tenía yo y ella, 72. Fue la primera vez que abracé la muerte, dos años son muy pocos para algo así. Mi madre aún cuenta emocionada aquello, pero para mí no fue más que el principio de esta pesada carga».

No era la primera vez que me hablabas de ese, no, no podría llamarlo don, de esa cruz. Veías la muerte, decías, podías saber con un margen de dos, tres días a lo sumo, cuándo iba a morir una persona. No te pasaba siempre, confesabas, sólo con determinados individuos. Tu madre también me había comentado alguna anécdota. Como una vez, en la carnicería, que te empeñaste en cederle el turno a una señora: «Mamá, tiene más prisa que nosotros, te lo aseguro», y esa tarde, después de comer junto a sus hijos, fallecía, de estas cosas se entera todo el pueblo. Tu madre, al principio, creía que no eran más que casualidades, pero la frecuencia las convirtió en certezas para ella. Yo tardé mucho más en creerte.

„Lucía, ve a visitar a tu hermana.

„¿Qué dices? Nuestro viaje es mañana.

„Ve a verla y punto.

„¿Qué tramas? ¿Vas a ir con otra persona?

„No digas tonterías. En tres días, como mucho, estaré allí contigo. Te quiero.

Insististe de tal forma que me fui a casa de mi hermana con las maletas que tenía ya preparadas para nosotros. Ella alucinó. Yo también, apenas la reconocí, no parecía ni su sombra, no había querido decirme nada sobre su recaída, la muy imbécil. En tres días, efectivamente, tú estabas allí conmigo, despidiéndola juntos, para siempre.

„¿Te das cuenta? Lucía, tenemos que hacerlo ya. Dediquémonos un año, vamos a probar a hacer las cosas diferentes.

„Mira, hagamos otra cosa, tengo que atar un par de cabos y después, más desahogados, ya veremos si sigues obstinado o se te ha pasado la urgencia.

„Lucía, las cosas más enriquecedoras en la vida rara vez aportan dinero. Para un poco, hazme caso por una vez.

„Eso no son más que palabras vacías „respondí.

La cuerda se tensó, los dos tiramos en dirección opuesta y apenas un hilo nos unía. Quizá debí hacer un nuevo nudo, pero decidí dar un tirón. Fue entonces cuando me hiciste aquella pregunta que no recuerdo y fue entonces cuando no te besé. Aquel beso aún me acompaña, se ha instalado junto a este vértigo de saber que hoy podríamos estar en otro lugar si a mí no me hubiese faltado valor.

Ahora entiendo que tan importante como abrir bien las cosas, es saber cerrarlas. Así que hoy, hoy voy a besarte.