En el recién estrenado año, los de mi quinta -la muy excelente cosecha de 1952- entramos en la tercera edad, en esa edad de oro quimérica para muchos y temida por la mayoría. 65 años no son nada, dicen algunos y otros, cargados de melancolía, vuelven y vuelven al pasado rememorando batallitas propias, de lo que corresponde a abuelitos entrañables. Con los 65 abriles muchos de aquellos integrantes de la citada quinta entrarán a formar parte de las denominadas clases pasivas, es decir: jubilados, con toda la problemática que la nueva etapa vital lleva consigo en los días actuales.

Una generación nacida en las postrimerías de la larga posguerra civil, de un subdesarrollo que comenzaba a ver la luz gracias a la guerra fría y al apoyo del amigo americano que desembocaría en los felices sesenta. Generación activa en todos los frentes contribuyendo, en primera línea, a los cambios surgidos tras a muerte de Franco en la llamada transición a la democracia y la transformación, para bien o para mal, de la sociedad española actual.

Pero ¿cómo imaginábamos el 2017 allá por 1967, cuando contábamos tan solo con quince hermosos abriles? Tras la nebulosa del tiempo, ni tan siquiera se matizaba tan mal encarado número, todo quedaba envuelto por la imaginación bajo el manto de un siglo aún distante. Quizás fuera la conquista del espacio, la ciencia ficción en el cine, la televisión o los tebeos los que nos llevaron a imaginar un mundo abierto a las galaxias; vestidos de papel Albal con cascos como los de Diego Valor o Flash Gordon. Los que hicimos el Servicio Militar pensábamos entonces en unos hogares robotizados, alejados de barreños de zinc y de cocinas de carbón. Hogares cálidos gracias a los efectos del sol que nos harían huir del brasero de cisco y picón. Se intuía una revolución tecnológica con autos voladores y salud férrea, aunque pocos fueron capaces de pensar en las posibilidades de los teléfonos celulares y las computadoras. La pérdida de valores ni se imaginaba en aquella España devota y temerosa de Dios. A los dieciséis años aplaudimos a Massiel tras el éxito del La, la, la en Eurovisión, éxito inenarrable de aquella caja mágica que en blanco y negro nos hacía soñar y sentirnos cada día más europeos del Mercado Común. Con los 17 fuimos testigos de la llegada del hombre a la luna, seres del violento planeta tierra que moría y mataba en las selvas de Vietnam. La Universidad, aquel mito académico, que nos daría una formación de cara al futuro, no asumía por entonces el desempleo ni la miseria futura. Y así tantos y tantos sueños imaginados, realizados o truncados?

Parce que los años setenta hubieron ocurrido ayer, cuando dábamos los primeros pasos en los claustros universitarios. Cuando la felicidad nos inundaba ante el título obtenido; nuestro primer día de trabajo. Entonces 2017 parecía inmensamente distante, inexistente. Llegó el matrimonio para la mayoría, los hijos, las preocupaciones familiares de cada día, y sin percibirlo, año tras año, hemos llegado a los sesenta y cinco, ése número clave en la existencia que marca un antes y un después débil e impredecible, aunque toda la vida lo sea. Un número de referencia que nos devuelve al pasado con nostalgia o sin ella y nos hace otear, cada vez más cercano, el horizonte último. Muchos no nos quedaremos sentados en un banco al sol, seguiremos en el tajo, aunque hayamos entrado, como en un sueño, en la última fase de nuestra breve existencia.