En Nochevieja, cinco de mis nietos disfrutaron la festividad en casa. Por su culpa discutí con mi mujer: ella no quería que jugaran a las tinieblas en el cuarto de estar porque -dijo- los armarios están llenos de ropa y los niños se esconden en ellos. Así es, desde luego, pero ¿dónde, si no, habrían de esconderse para disfrutar de tan divertido juego? Lo cierto es que, en mi niñez, jamás disfruté tanto como jugando a las tinieblas con mis hermanos y primos en casa de mi abuelo. Éste, estricto y severo como él solo, jamás nos impidió practicar ese juego; no sé si debido a que no nos prestaba demasiada atención o a que, dejando al margen su estricta disciplina, hizo de ello excepción. Feliz con las tinieblas de mi infancia. Hoy, también feliz, se las permito a mis nietos.