La otra noche, viendo un programa de divulgación científica en La Uno, me llamó la atención lo que decía una bióloga, doctora en física molecular€ Bueno, debía haber dicho que me rellamó la atención, dado que su aseveración ya la había leído, u oído, o lo que sea, hace ya bastante tiempo. Pero, lo que son las cosas, aquello que en su día, aún aceptándolo como axioma, no me puso a pensar, ahora sí que me arreó la meditativa. Y es que cada breva tiene su tiempo, y cae de la rama cuando le toca, no al toque de ninguna trompeta.

Y lo que en esta ocasión sí me puso a rumiar fue cuando aseguró aquello de que ninguno somos lo que fuimos (físicamente hablando) en nuestro más inmediato pasado. Mucho menos, en el lejano. Que las células de todo nuestro cuerpo, órganos, sangre y casquería surtida, mueren cada mes, poco más o menos, a excepción de las hepáticas, que lo hacen cada tres o cuatro, y las cerebrales, que duran dos o tres años, siendo constantemente suplidas por otras nuevas de trinca. Y así, en una renovación continua durante toda nuestra puñetera vida€

O sea, piénselo bien, joer, que el que hace unos meses estuvo veraneando con la familia y el perro en Cascajos de Mar, no era usted. Como tampoco ellos eran los de ahora. No. Usted y los suyos eran otros conglomerados de células, no las que ahora son. Usted no es que fuese PocoYo, es que era OtroYo. Y ni sus hijos, ni su santa, ni la abuela, son sus hijos, santa y abuela de la playa. Son otros, como usted es otro. Hay que joerse que yo (el de hoy) tenga que estar pagando a Hacienda un atraco contra alguien que fue otro. Pero imagínense de críos€ No somos los niños que fuimos ni de coña marinera. Han pasado cientos, miles, de generaciones celulares entre ellos y nosotros, de tal forma que de aquellos menúos no queda ni la raspa. Somos los requetetataranietos celulares de nosotros mismos, con más cambios de chaquetas celulares que ni sé, como dice una allegada mía. La verdad es que no somos nadie, apenas unos fantasmas de lo que fuimos.

Sin embargo, hay algo intrigante en esto. Si celularmente nos destruimos en una letra vencimiento a treinta días fecha€ ya saben, «este mensaje (que es usted) se destruirá automáticamente una vez leído», ¿dónde coño anidan nuestros recuerdos, nuestras vivencias y experiencias, por las que nos reconocemos a nosotros mismos? Si los archivos se destruyen una y otra vez, ¿dónde leches se guarda la conciencia de quiénes somos, ya no de lo que somos? ¿Dónde reside nuestra identidad, puesto que nuestra entidad caduca periódicamente? ¿Dónde está el que anda en mí?, ¿ánde andaré yo? Estas preguntas no las puede contestar ni conquistar ningún físico molecular, ningún biólogo. Estas preguntas son certezas sin respuesta. Están en la mente, dirán algunos. Y puede que sí, pero€ ¿dónde ponemos la mente? Hay cosas que no son de este mundo (de esta naturaleza) pero están en él.

Y esto me lleva a la teoría que formulan otra clase de físicos - esta vez, físicos cuánticos- sobre las vidas paralelas. Aventuran estas personas que cada vez que escogemos una de las varias opciones que se nos presentan a lo largo de nuestra existencia, cada vez que ejercemos una de las opciones en el ejercicio de nuestro libre albedrío, generamos dimensiones paralelas donde esas otras opciones no ejercitadas se desarrollan por sí mismas con diferentes consecuencias y distintos resultados. O sea, que existen por esos éteres de Dios un número casi infinito de nosotros mismos posibles viviendo otras posibles vidas que nada tienen que ver con ésta. Por supuesto, aquí no tiene nada que ver la biología, ni la materia, ni las estructuras moleculares tal y como las conocemos. En potencia, estamos siendo a la vez, santos y golfos, criminales, justos, víctimas y verdugos, buenos y malos a un tiempo. Somos de todo dentro de una variedad infinita. Esto, no me digan que no es más acojonante que lo anterior.

Así que, con esa primera realidad comprobada y esta otra teoría probable, usted va luego, se levanta por las mañanas, se ve reflejado en el espejo, mira (si se atreve) en el fondo de sus propios ojos, y lo único que se le ocurre es musitar: «Ángel de la guarda, dulce compañía...»