El desasosiego que viví la tarde del 18 de octubre de 1986 es el mismo que he experimentado más de treinta años después con la lectura de una de las mejores novelas que recuerdo. En Patria, de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), se mezclan el dolor con la sinrazón, la soledad con la terrible vivencia de la muerte y las consecuencias del fundamentalismo que es capaz de quebrar los valores de la amistad, del sentimiento identitario y de los vínculos profundos del cariño y de los lazos de sangre.

Es el malestar y la zozobra que trae a la memoria el homenaje de un sábado del otoño de aquel año en Ordizia (Guipúzcoa), en pleno Valle del Goiherri, a María Dolores González Catarain, Yoyes, la ex dirigente de ETA que había sido asesinada tres semanas antes por orden de un antiguo compañero y paisano de la organización terrorista. Si a lo largo de la vida rememoramos acontecimientos que suponen un antes y un después en nuestra trayectoria vital, la ejecución de Yoyes es uno de ellos. Como la terrible muerte de Ignacio Ellacuría y otros cinco jesuitas de la Universidad Centroamericana de El Salvador, en 1989, acompañados en su martirio por dos empleadas domésticas.

Por eso no quise faltar aquel día a expresar mi dolor, repulsa y solidaridad a quien fue capaz de reconocer que se había equivocado, que los ideales no merecían ser defendidos con la guadaña afilada de la muerte, y a regresar a sus orígenes, a su pueblo, con su gente y su familia. Porque esos recuerdos han despertado con esta extensa y memorable novela que habla de orígenes, gente, pueblo y familia, salpimentados con ideología milenarista e integrismo religioso y político, en la que está siempre presente el ansia por el perdón. Perdón que a su vez es el motor de la resistencia al cambio para una de las partes.

Los escenarios de Patria no se circunscriben solamente a los límites geográficos, políticos y culturales de Euskal Herría, sino que trascienden el propio conflicto y las terribles consecuencias que se han vivido en las últimas cinco décadas. Es la atmósfera de los ideales defendidos a golpe de hacha y puñal, de picadura de serpiente o de represión generalizada. Es la frustración por lograr una sociedad utópica construida sobre un imaginario irrealizable, donde los medios empleados han justificado el fin a conseguir. Y donde, desgraciadamente, las heridas van a tardar mucho en curar, porque son profundas y recorren lo más íntimo del ser humano.

Como sucede a menudo en otras facetas de lo cotidiano, el perdón sólo llega de manera natural cuando desaparece el empeño en conseguirlo. Brota sin llamarlo, como las consecuencias de las rupturas de amistad o relación entre amigos, parejas o simples vecinos. Cuando el dolor se diluye en sencillas imágenes de un pasado que se queda en eso, en lo acaecido, frente a un presente creador con un horizonte circunscrito al día a día. Ya no valen patrias, ni banderas, ni fronteras, ni exclusión, ni vencedores, ni vencidos. Ni verdades, ni mentiras. Simplemente miradas limpias y afectos compartidos.