Uno de esos ejemplares estudiosos españoles, José Antonio Fernández, profesor de Filosofía en un instituto de Águilas, me envía Tiempo de Sefarad, un libro que estudia la historia como consolación en el judaísmo medieval español. Debemos aprender de nuestros antepasados sefarditas, tanto como de los filósofos que, dispersos por la piel de toro, nos traen su memoria y conservan encendido el fuego de las luces. Algún día, ese espíritu que atraviesa los siglos anidando en un puñado de españoles de cada generación, quizá se dote de la fuerza suficiente como para mostrarnos algo que malvive latente mucho tiempo: un pueblo hispano unido no por el poder de un Estado, sino por un sentido de la búsqueda de lo justo.

Ese fue el sueño de los sefarditas. Pensar que la historia algún día traería ese momento, fue su consuelo durante siglos. Y nadie lo expresó mejor que Ibn Daud de Toledo, que vivió durante la parte central del siglo XII, en su Libro de la Tradición. De él procede la definición de carisma que identifica la figura constituyente de ese pueblo futuro. Ese carisma debía disponer de dos cosas: gracia y unidad. Eran los dos principios fundamentales de gobierno. Se trataba del liderazgo davídico y del consenso comunitario. Los dos eran elementos inseparables. Un líder que dividía la comunidad dejaba de tener gracia; una comunidad sin líder dejaba de tener unidad. No es que el líder impusiera el consenso, ni que el consenso creara el líder. Se trataba de algo más misterioso que constituía la doble naturaleza del liderazgo judeo-hispano.

Frente a esta representación política que soñaba su futuro, la historia hispana se construyó sobre líderes de hueste, que partían del supuesto del enemigo interior. Ese destino nos sigue acompañando como un fantasma que atraviesa el tiempo. Es un estilo político que condena a los peores reflejos. Aquí, si se da un consenso comunitario, el líder se siente inseguro. No identifica a los suyos y es como si no tuviera a nadie. Por eso es preciso impulsar acciones que dividan. Curiosamente, en medio del consenso comunitario, las composiciones son múltiples y las diferencias infinitas, móviles, relacionales, y los singulares arrojados, libres, seguros, y por eso no ponen verdaderamente en peligro la unidad. Es preciso que la unidad no se imponga maciza, en bloque, para así protegerse cada singular. Pero nuestros líderes actuales no quieren la representación sefardita del gobierno. En esa división que eterniza las diferencias, las congela y las cosifica en odios, ahí están seguros. Así se obligará a todos y cada uno a ponerse de un lado u otro de la raya. Serán menos, pero serán los suyos. La lógica de guerra se impondrá. La única gracia aquí es la victoria, no la unidad. Los vencidos sabrán a qué atenerse.

Como una rueda maldita, cada ocasión española nos trae los ecos de este hábito. Un siglo tras otro, infatigable. Es inútil preguntarse cuándo empezó esa diferencia que sólo puede terminar en el exterminio del rival. Siempre hay alguien que tiene memoria de tísico y dice: no, la ofensa fue antes, todavía antes. Y siempre escuchamos una hueste jaleando la victoria, pidiendo más sangre. ¿Tengo que decir de qué hablo? Para los despistados lo diré con todas sus letras. Iglesias ha perdido su gracia porque ha impedido el consenso comunitario. Una política de división le ha dejado con el 40% de los militantes activos de Podemos. Y una ciudadanía ve asombrada cómo la historia, el futuro, será de nuevo su consuelo. Como en el siglo XII. Todo lo que sabemos es que esta ocasión no verá cristalizar lo latente, un pueblo hispano capaz de buscar un sentido de lo justo. Iglesias no lo forjará.

Quien quiera ser hueste y anhele una parte de botín, que jalee la victoria. Yo no lo haré. Por lo demás, me es demasiado querida la idea republicana de la política como para guardar silencio. Esa idea aconseja varias cosas: en primer lugar, no mentir jamás. Espinar, quien dijo en campaña que la portavocía de José Manuel López no estaba en peligro, ha mentido. Aconseja también no interferir en los procesos electorales; la medida de retirarlo de la portavocía madrileña en medio del proceso de Vistalegre II, es un golpe bajo que quiere influir con medios amenazantes en el curso de la elección. Pero sobre todo aconseja explicar de forma adecuada las decisiones. Ni Espinar ni Iglesias ni Echenique han explicado el cese de López; no hemos escuchado ni una sola razón que afecte a su ejercicio del cargo. El número uno por Madrid ha sido apartado con el único argumento de que «hemos ganado y ponemos a los nuestros».

Eso es política de poder, desnudo y brutal, decisionista y arbitrario. Quien coopere con esta forma de ejercer el poder, quien calle ante ella, que se disponga a ser tratado como un esbirro. Si miramos a los que jalean esta política, escuchamos tres cosas. La primera, que es la respuesta a Vistalegre I y que los que impusieron sus tesis en este congreso no deberían quejarse; la segunda, que nadie debería estar en política por un sueldo; y la tercera, que los cargos deben rotar. Las tres razones son falsas.

Vistalegre I no tenía comparativos previos. No se sabía qué era Podemos y no se puede decir que fuera la imposición de una parte sobre otra. Desde el punto de vista de las votaciones de la semana pasada, se puede asegurar que Vistalegre I reflejó un resultado sensato: 10% de anticapitalistas, y 80% de los que estaban tras el liderazgo de Iglesias. Sin embargo, los que rechazan Vistalegre I quieren mantener a Iglesias como líder del 100%, cuando ahora sabemos que sólo lo es del 40%. Lo único que no tocan de Vistalegre I es el poder de Iglesias, el máximo beneficiario de aquel congreso. Mas algo ha cambiado desde Vistalegre I al presente: que Iglesias ha sembrado el desconcierto, el disgusto y el rechazo en la mitad de sus antiguos apoyos. Sin embargo, él pretende seguir tirando de reglamento como si lo apoyara todo el partido. Esto es sencillamente locura política.

Las otras dos razones que he discriminado en las redes son igualmente falsas. López es de los pocos representantes de Podemos que no necesita de la política para tener un sueldo. Otros desde luego no podrían decir lo mismo. La tercera razón no quiero calificarla. La rotación de cargos es buena en muchos sitios, desde luego, pero sólo si depende de un criterio general. Por ejemplo, López ha durado en el cargo dos años. ¿Están dispuestos Espinar o Iglesias a rotar a los dos años de ejercer sus funciones? Si lo hacen, prometo callar para siempre. Además, la rotación debe incluirse en el contrato con los representados en el momento de la elección. Los votantes de Podemos en Madrid no tenían ni idea de que el dedo de Espinar era una cláusula del contrato de representación política.

¿Qué es lo que hay detrás de todo esto? Dos conceptos equivocados de la política: uno, que Iglesias piensa que «Podemos soy yo» y que los votantes son suyos. Y otro que, como he escuchado en las redes, a la gente que vota a Podemos le importa poco estas prácticas de poder interno. Este es el argumento de muchos militantes de base, sostenidos por la buena voluntad y la práctica de su trabajo, la gente que en los tajos lucha por una mejor democracia en España.

A ellos les digo, con todo mi respeto, que se equivocan, que no se pueden ignorar las prácticas de poder hacia el interior, porque implican un riesgo demasiado alto para las prácticas de gobierno público; que la forma en que el poder se ejerce sobre los compañeros debe entenderse como reveladora de la forma en que el poder se ejercerá sobre los gobernados; y que no podemos cerrar los ojos a las primeras, porque pronto cerraremos los ojos a las segundas. Pues quien actúa pensando que el partido es él, ese no conocerá límites en su acción. Y de estos líderes ya hemos tenido suficientes desde el siglo XII.