Mira que cada año me propongo lo mismo. Juro y perjuro que no volveré caer en los errores habituales. Pero nada, que no hay manera. Es lo que tiene eso de ser humano. Tropezar en la misma piedra, una y otra vez. De nada sirve que la humanidad lleve siglos intentado corregir sus desaguisados, porque al final todo vuelve a su estado natural. De poco vale que cada equis tiempo surja alguna teoría política o filosófica nueva o de que aparezcan soñadores con ideas aparentemente peregrinas. Tampoco que las epidemias limpien de despojos los rincones del planeta. No digamos las guerras o conflictos desde que Caín se deshiciera de su hermano por un quítame allá esas pajas. Precedente de otros que siguieron su estela por una novia, un río, una ciudad, un imperio, unos barriles de petróleo, un congreso o una ideología salvadora.

Consuela hacerse a la idea de que al menos hay un momento a lo largo del año en el que pulula la mala conciencia. Por fumar, por pagar el gimnasio y no aparecer salvo error u omisión, por agotar el crédito de la tarjeta, por suscribirse a ese canal de series que hay que ver porque hay que ver, por no visitar al que siempre decimos que «un día tenemos que quedar» o por acabar esa asignatura pendiente que cada uno y cada una sabe que existe desde que tiene uso de razón.

De nada sirve contentarse con aquello de que el ser humano tropieza cien veces con el mismo pedrusco, porque mira que somos continicos en toparnos una y otra vez con la realidad. Es lo que tiene que cada año se celebre, por estas fechas, la Navidad. Un tiempo en el que para muchos se alteran los biorritmos con sólo volver a imaginar las citas familiares, esos encuentros que parecen destinados a desbordar las emociones contenidas el resto del año porque tocan, porque son así y así nos lo han contado de generación en generación. Y si te toca la cuñada al lado, pues nada, se siente, no haberte metido en esta familia?

Siempre nos queda mirar de frente y abordar con serenidad las horas que se avecinan. Respirar hondo y coger las riendas del presente. El más cercano. Decir que no, cuando verdaderamente queremos decir que no. Acudir a la cena o comida familiar cuando de verdad queremos ir a la cena o comida familiar. Buscar un regalo porque con sinceridad queremos expresar con él un gesto de cercanía, de atención y de recuerdo más allá del impacto y la mirada de sorpresa. Visitar a quienes de verdad nos importan, nos preocupan o intuimos que se sienten solos. No porque haya que hacerlo, sino porque nos incumben profundamente.

Llegados a este punto todo cobra sentido. Dejados de lado los convencionalismos se respira y se duerme mejor. Los excesos ya no tienen que pagarse, puesto que forman parte de la vida. Como cualquiera de las emociones o la risa, el llanto, el silencio o el tumulto de las compras. Las chispeantes luces o el ansia por aparcar en el centro ya forman parte de algo mucho más sencillo. Que cada año se repite una liturgia. Pero en esta ocasión ya es distinta. Porque tú, porque yo? hemos descubierto que lo esencial es invisible a los ojos. Que el reencuentro comienza con el encuentro con uno mismo. Ahí está nuestro poder. En la fragilidad y en la debilidad de quien nace esta noche.