Todos somos anticapitalistas, pero nadie sabe qué significa. Incluso los pocos conocidos capitalistas que tengo, esos también son anticapitalistas, pero tampoco saben en qué consiste. Todos tenemos la evidencia de que entre capitalismo y democracia se ha levantado un muro de contradicciones, y nos damos cuenta de que, por este camino, lo más probable es que pierda la democracia. No vemos igual de claro cómo podría perder el capitalismo. La presidencia imperial de Donald Trump es concluyente al menos en una cosa: la gran clase capitalista ha desalojado a la clase senatorial y se instalará en el núcleo de poder. Así, Estados Unidos estará gobernado por un Berlusconi colectivo. Trump en esta corporación de intereses no es sino el bad boy a quien le gusta codearse con gente de los barrios bajos y llevárselos detrás con su propio lenguaje. Pero en realidad gobierna más bien un consorcio.

Esta es una diferencia con lo que sucedió en la Alemania de Hitler. Allí, un paria, un actor mediocre, un parvenus resentido, un Demetrio impostor, se hizo con todo y acabó imponiendo su lógica a los Thyssen, a los Krugg, al Kommerze Bank, a la Siemens y a IG Farben. Conviene recordar que, en la víspera de la última elección de 1933, tuvo lugar una entrevista secreta entre Hitler y el director del Deutsche Bank. La condición que impusieron los banqueros fue que la entrevista fuese secreta. Cuando salieron de la reunión, contemplaron asombrados que las fotos del encuentro ya estaban publicadas en la prensa de la tarde. Al día siguiente, todos en tropel llamaron a la puerta de la NSDP. Ahora, en la nueva confrontación del capitalismo y la democracia, los capitalistas quieren llevar la manija. Para hacerlo, han tenido que elegir a uno de los suyos, Trump, el único cuyo cinismo le permitió presentarse como anticapitalista.

Todos somos anticapitalistas y la única cuestión es cómo concretar este asunto. En realidad, nadie sabe cómo hacerlo. Los que creen saberlo, lo único que nos ofrecen es su creencia de que se puede contraponer directamente la lógica soberana del Estado a la lógica del capital. Esta es una opinión bizarra. Es como suponer que el método de luchar contra una metástasis de páncreas ha de ser el mismo que luchar contra las primeras células tumorosas en la piel. Afirmar la lógica soberana del Estado es creer que el capitalismo está todavía en su fase nacional. Ya entonces la soberanía era una ilusión que nunca dejó claras sus verdaderas relaciones con el derecho. Hoy la soberanía es más bien una alucinación. Pensar que regresando a una economía nacional se puede controlar el capitalismo es tan mala política como la de Franco cuando pensaba que la autarquía sacaría a España del hambre. Y por los mismos motivos. No quieren una alterativa al capitalismo: prefieren su fase arcaica y desdichada, la que podemos caracterizar como capitalismo de Estado.

Se es anticapitalista como se es contrario a la muerte, a los terremotos o a los tsunamis. Son cosas que nadie quiere, pero que todos soportamos. Del capitalismo, como de la naturaleza, vienen la riqueza y la catástrofe. A cambio de su capacidad coactiva, el capitalismo actual nos vende el sueño de la inmortalidad por tres caminos: la manipulación genética, los implantes ciborgs y la nueva articulación entre inteligencia artificial y cerebral. Aquí el capitalismo es como el viejo Dios: nos impone mandamientos duros que no podemos cumplir, pero nos consuela con que si lo intentamos nos hará eternos. En realidad, nadie vio a los beneficiarios de esa promesa jamás. Ni de la una ni de la otra. Y, sin embargo, el truco de uno y de otro dios fue relacionarse con los elegidos. Ya sabemos lo resistente que es la idea de la lotería. No conocemos a nadie que le haya tocado, pero sin embargo cada año los no agraciados hasta ahora creemos que tenemos más probabilidades.

Sentirse elegido es la prueba de fuego del fanatismo, dijo Spinoza en el siglo XVII. Por su parte, hace mucho tiempo que Weber dijo que el capitalismo tiene raíces religiosas y no es tan extraño que el capitalismo se comporte a imagen y semejanza del Dios que lo inspiró. Cuando los críticos le apretaron, Weber dijo que el capitalismo era un hecho sobrevenido. No había sido querido ni por los que lo crearon, que no sabían lo que hacían. En realidad, dijo más: el capitalismo no tiene su raíz en la vida económica. La vida económica se atiende mejor desde el naturalismo de los campesinos. Cuando tienen lo suficiente, se entregan al ocio, a las conversaciones, a los chismorreos o a la contemplación del tiempo. Lo que llevó al capitalismo fue, dice Weber, un motivo metafísico, una especie de delirio activo, un fanatismo de la acción incansable, fruto de una inseguridad teológica incomprobable. Esos tipos humanos han impuesto su lógica por doquier. ¿Quién querría ser como ellos a poco que tenga alternativa?

¿Pero la tenemos? Por supuesto. Pero que haya alternativa al capitalismo, y que esa alternativa solo fragüe si uno se toma en serio su anticapitalismo, no quiere decir que se levante sobre el final del capitalismo. Como el cielo de Astérix, no caerá mañana sobre nuestras cabezas. Lo que hace que el capitalismo y la democracia tengan enfrentados sus caminos es la elevación del capitalismo a lógica absoluta. Eso es consecuencia de su debilidad, no de su fortaleza. Como ha mostrado Jens Beckert en un libro reciente, esta elevación a lógica absoluta se logra porque sólo estamos imaginando un futuro mediante los cambios visionarios y fantásticos del capitalismo. Ya lo dije: la inmortalidad. Incluidos los ecologistas que quieran acabar con él, tienen que contar con él. Frente a la lógica capitalista absoluta visionaria, está la reacción de la política absoluta apocalíptica. Es la vieja lucha de potencia monoteístas.

¿Pero qué tal un poquito de politeísmo? Alternativa al capitalismo sería generar espacios en los que su lógica no funcione ni se imponga como determinante. Por ejemplo: la educación. Y defender otros donde su lógica no entre. Por ejemplo, la familia. Y también imaginar futuros que forjen mundos de la vida que no se rijan por su valor. Por ejemplo: la defensa de los paisajes de la Tierra y sus especies vivas. Eso no lo podrá hacer el viejo Estado. Se requieren poderes más fuertes, y sólo ellos podrán hacer política en el viejo sentido. ¿Alguien duda de que, sin el BCE, los buitres financieros no seguirían elevando los intereses de la deuda pública española? No. Se requieren poderes políticos más capaces de coaccionar y Le Pen no tiene ni idea si cree que Francia sola meterá en cintura al capitalismo financiero internacional. Este se frota las manos con esta miopía que, como en el caso de Trump, pondrá el país a sus pies.

Un poder político para plantar cara al gran capitalismo será de gran espacio o no será. Hasta ahora, la socialdemocracia europea hizo algo muy diferente. Vendió la representación de la ciudadanía muy barato a los intereses del gran capitalismo, y jamás nos dio la impresión de repartir sino las migajas. Eso es lo que ha hecho al PSOE irreconocible. Fue cobarde, tímido y mantuvo todo lo que pudo el estatus quo que el gran capital había dictado como propio y favorable. Ahora vemos a los viejos actores socialdemócratas representar sus intereses sin avergonzarse. La cosa es sencilla. Con Europa, y no fuera de Europa, es más fácil sellar un pacto con la ciudadanía española que recuperaría la dignidad de la política, y que haría efectivo un anticapitalismo relativo: reclamar que las rentas de capital coticen al nivel de las rentas salariales y que ambas sean de niveles europeos. Si alguien tiene las agallas de defender esto con fuerza ante el electorado, empezaremos a creer en algo. Lo demás son cuentos chinos.