No se les puede acusar a nuestros gobernantes de no pensarse bien los temas antes de aprobar las nuevas normas que nos afectan a los ciudadanos, al menos aquellas que nos pueden beneficiar -otra cosa son las subidas de impuestos o los recortes, que para eso no se toman tantas vísperas-. Esto viene a cuento de la decisión del Gobierno, anunciada ayer, de que a partir del 1 de enero de 2017 se ampliará de dos a cuatro semanas el permiso de paternidad en casos de nacimiento, adopción o acogida. Y para ello han tardado seis años, los transcurridos desde el día que fijó la ley de 2009 que lo reguló y a partir del cual se tenía que poner en marcha: 1 de enero de 2001. Nunca es tarde si la dicha es buena, podríamos decir si acudimos a nuestro refranero popular, pero lo cierto es que ha llegado tarde, y, en mi opinión, se han quedado cortos, como todo lo que tiene que ver con los asuntos relacionados con la conciliación de la vida familiar y laboral y la figura del padre. ¿Por qué el cuidado del recién nacido tiene que centrarse en la madre en las primeras semanas e incluso meses de vida del bebé? ¿Por qué no equipararlo a las 16 semanas de la mujer para que uno y otro puedan disfrutar de su retoño por igual? Acaba de aprobarse, y como es natural, ya han surgido las voces contrarias a la medida, puesto que son muchos quienes la consideran insuficiente y mal diseñada. No parece que el Gobierno puede llegar a reconsiderar su decisión y mucho puede tener que ver que la presión empresarial pese más que los beneficios que acarrearía para las familias y la tan cacareada conciliación.