«¿Te has imaginado alguna vez cómo sería tu barrio sin los pequeños negocios?». Así comienza un cartel que una iniciativa personal ha logrado que los comercios del centro de mi pueblo lo cuelguen de sus puertas y escaparates. No lo ha costeado ninguna asociación ni gremio, si no cada cual de su propio bolsillo, libremente. Bien, eso es algo, aunque algo tarde llega. Incluso alguno de ellos me ha parado para comentarme y solicitar comentario quizá por aquello que un día fui o representé, sin lograr nada, y que hoy ya no soy ni represento ni me interesa ni quiero, quizá por eso mismo, por no haber conseguido nada. Pero de donde hubo, algún rescoldo debe quedar, cuando estoy escribiendo sobre aquello que me han pedido, me digo a mí mismo.

Pero lo cierto y verdad es que mi pueblo decae y languidece, y, como el Mar Menor vecino, muere lentamente, poco a poco, a cada día que pasa. Y nadie hace nada. Y van cerrando pequeños comercios, uno tras otro, y se van quedando huecos vacíos por las calles, como rincones apagados de sí mismos, como las mellas de una dentadura vieja. Y es triste, muy triste, haber conocido un comercio vivo, pujante, estable, de donde sacaban su pan y a sus hijos abrían camino muchas familias del pueblo, tanto propietarios como empleados de toda la vida, 'fulanico de tal, del comercio', se decía y publicaba un comercio en el que ya tan solo la precariedad hace nido en él. Entre todos lo mataron y él solico se murió, reza el refrán. Porque no es menos verdad ni cierto que todos, comerciantes y ciudadanos, tienen su parte de culpa en ello. En realidad, se la reparten toda entre ambos. Cada cual la suya. Y esos lugares cuya apariencia es la de tristes pueblos abandonados y despojados de sus comercios deben su triste situación a ambas partes por igual.

Los comerciantes tuvieron la culpa en su momento, cuando estaba en sus manos la oportunidad de frenar y revertir la situación, y no supieron o no quisieron saber aprovecharla y hacerlo. Soy testigo vivo, como fui agente activo. Hace más de veinte años se veía venir esto, y comenzaba a hacerse sentir la competencia brutal de las grandes áreas y zonas comerciales. Fue el momento preciso, justo y decisivo. Existían medios y ayudas. Desarrollé cantidad de técnicas de fidelización de la clientela y potenciación de ventas, adoptadas de otros centros históricos comerciales con éxito y adaptadas a mi pueblo, cursos y estrategias de concienciación, formación y colaboración intercomercial, un portal corporativo de ventas, el desarrollo de una tarjeta de crédito del comercio local, se ensayó el Centro Comercial Abierto? Enfín. Y nada, ni caso, cada cual se miraba su propio ombligo y todos en conjunto pasaban de todo. Fracasé en todas y cada uno de mis intentonas e iniciativas que expuse al colectivo, y que hoy hubieran resultado técnicas y herramientas eficacísimas que hubieran evitado, en todo o en parte, la decadencia actual. Si cuando se pudo y se obtenían recursos y fuerzas, no se quiso, hoy, sin fuerzas ni recursos, ya no se puede. La guerra se gana o se pierde dependiendo de la primera batalla.

Pero también los ciudadanos de esos pueblos tienen su buena parte de culpa. Aunque sea compartida con una Administración insensible que los ha acostumbrado a que exijan, cojan y se aprovechen de todo sin que les cueste nada a cambio. Hoy la gente emigra cada fin de semana a las áreas de comercio y ocio, dando la espalda al suyo y vecino de toda la vida. Al que siempre le fió pero del que nunca se fió. Arguyen que no les ofrece diversidad, ni precio, ni diversión? y no quieren ver que lo uno y lo otro vienen del consumo y la demanda. A menos demanda, menos oferta. No es no querer, es no poder? Como tampoco se quieren dar cuenta que los ciudadanos han de alimentar a los pueblos donde viven, incluso de donde viven muchos de ellos. La ingratitud tiene un nombre, y un precio final. Como tampoco parecen darse cuenta que los pueblos son pobres o ricos en virtud de dónde emplean sus recursos sus propios ciudadanos. Y que resulta de un ilustrado cinismo culpar de abandono a lo que nosotros mismos hemos abandonado.

Aunque, ya digo, todos tenemos nuestra carga de culpa en ello. Quizá aún haya una débil esperanza, no lo sé. Pero lo que sí sé es que cada vez quedan menos oportunidades. Lo del cartel es un canto de cisne, una llamada a las conciencias de las personas. No deseo otra cosa que equivocarme, créanme, pero es una lástima, una pena, que esto lo tenga que escribir yo ahora, cuando ni unos ni otros tuvieron nunca conciencia de nada.

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