Cebrián depositó su mano derecha recogida en un relajado puño sobre el inmaculado plato en el que habrían de servirle la comida, un gesto tan inconsciente como insólito, y Paco Salinas disparó su cámara. La lectura de aquella imagen, una vez revelada, fue resumida por el fotógrafo en pocas palabras: el amo del redondel.

José Manuel Garrido, consejero de Cultura del Gobierno preautonómico, allá por los estertores de 1979, había organizado unas Jornadas sobre Medios de Comunicación por las que transitaron durante una semana los gurús más en boga en la prensa nacional del momento. El interés del político socialista era conseguir que la Región de Murcia tuviera algún protagonismo durante el trajín de la Transición y, de paso, también él mismo, cosa muy legítima. A esa cita no podía faltar Cebrián, porque El País era entonces la Biblia, y con todo merecimiento.

El ´niño prodigio´ tenía entonces treinta y pocos años, y se protegía la cara con las manos, como en las entrevistas que le hacen ahora, porque no podía disimular su timidez. La foto del puño en el plato fue tomada antes de iniciar un almuerzo en el restaurante Los Apóstoles, en el que lo acompañamos, además de Salinas y Garrido, Manuel Muñoz, periodista del regional Línea, y yo. De esa comida, Muñoz salió contratado como corresponal de El País en Murcia, y es curioso que poco tiempo después, Isabel Llorens, que por entonces era novia de Muñoz, se convirtiera en corresponsal de la competencia, Diario 16, tras un copetín con Pedro J. Ramírez en el bar El Parlamento, al que también asistí.

Tras aquella comida y su conferencia, que se refería a la libertad de prensa y que leyó (ese tipo de textos con que los conferenciantes profesionales se pasean por el país y que cada vez que son recitados meten en caja unas 100.000 pesetas de las de entonces), lo llevamos a La Granja. Para quienes por entonces no habían nacido parece necesario decir que La Granja, una finca perdida en algún lugar de El Palmar, era por aquellos años un bar insólito, indescriptible, de una estética barroca que hoy encasillaríamos como gay por la profusión de estatuas de antinoos, vírgenes, mártires y sanlorenzos, más música gregoriana o de óperas, montañas de frutas esparcidas por todos los rincones, olor a incienso, velones y mariposas de aceite, y hasta una inquietante leona que se paseaba suelta y que por ser leona no podía ser mansa por mucho que lo pareciera.

En aquel ambiente, Cebrián también parecía amansado, relajado y encantado. Tanto debía estarlo que a las pocas semanas envió a Rosa Montero para que hiciera un reportaje de muchas páginas sobre La Granja para El País Semanal. Pero aquella noche, en la que se sintió libre y confidencialmente indiscreto, le reparó una sorpresa final inesperada. Cuando decidimos, ya de madrugada, que habíamos cubierto la cuota de gintónics y que era el momento de regresar a Murcia, Cebrián constató que su guardaespaldas, un agente de la Policía destinado por el ministerio del Interior, había desaparecido. Sobre él nos había comentado: «No sé si me lo han puesto para protegerme o para vigilarme, pero no me abandona ni cuando voy al servicio». No estaba en la barra, donde había ocupado plaza, y los camareros y clientes no sabían dar cuenta de él. Tan estricto guardián no estaba allí ni tampoco en los huertos aledaños al bar, a los que salimos a gritar su nombre bajo una burlona luna huertana. Cebrián se mostraba desconcertado y algo inquieto, pues aquello no era normal.

Lo acompañamos hasta la recepción del hotel Hispano, donde el empleado de guardia le dio noticia de inmediato: «El señor que lo acompaña ha venido hace un par de horas, y me ha dicho que le diga que no se preocupe, que está bien». Cebrián nos pidió que lo esperáramos, tomó el ascensor y llamó a la habitación de su guardaespaldas. Al regresar a recepción nos informó: «Me dice que su mujer lo abandonó hace un mes, y que la quiere y la añora. Y que esta noche, al verse rodeado del ambiente de La Granja, la fortaleza que mantenía para cumplir con su trabajo se ha desplomado. Dice que le ha dado por llorar y que no estaba en condiciones de despedirse, pero no podía seguir allí un minuto más, pues lo que le habría gustado es compartir aquel lugar con su esposa».

Está Cebrián por enmedio, pero no me digan que no es una historia bonita. Y va el tío y no la incluye en sus memorias.