Hay gente bienpensante, y seguro que bienintencionada, que se ha quejado de la publicidad de Narcos, la impactante serie de Netflix cuya segunda temporada se estrena ahora en España. «Blanca Navidad», junto a la cara del actor Wagner Moura caracterizado de Pablo Escobar, es una frase de doble significado que funciona bien como titular publicitario pero que nos remite a la doble moralidad con la que se trata en nuestra sociedad el asunto de las drogas recreativas.

Lo primero que hay que decir es que la serie, como producción cinematográfica, es realmente espectacular, sobre todo por el tratamiento que hace del personaje de Escobar, poniendo en evidencia esa mezcla de sicopatía y sociopatía que llevó a este personaje, sin necesidad alguna real que lo justificara, a plantar cara nada más y nada menos que a todo un Estado como el colombiano. Y también explicando el cúmulo de acontecimientos que le llevó a la victoria sobre ese Estado, y la estupidez tan absoluta que le condujo a dilapidar esa sorprendente victoria y provocar su caza y captura, y una horrible muerte finalmente.

No deja de ser una paradoja que una historia sobre traficantes de cocaína se convierta en una serie tan estupenda, teniendo en cuenta que el abuso de la cocaína por parte de los guionistas de series, y de otras tribus de profesionales de la creatividad y la comunicación, se aduce como la principal causa de la mala calidad de las series televisivas de los ochenta, a cuál más cutre, y en general de todo el cine y la literatura, con honrosas excepciones, que se produjo en aquellos años.

Porque, al contrario del alcohol, fuente de inspiración por antonomasia de escritores y artistas de todo rango y abolengo, la cocaína es una musa engañosa y estafadora donde las haya. El alcohol, hasta un cierto punto, te desnuda el alma. El problema con la cocaína es que te hace sentir tan a gusto con cualquier gilipollez que hayas dicho o escrito, que elimina el necesario sentido crítico que te debería conducir a tirarlo a desecharlo cuanto antes. Vamos, que te hace sentir Superman, pero careciendo de superpoderes, de tal forma que acabas espachurrado contra la acera en lugar de levantando el vuelo hacia el horizonte sideral.

´Plata o plomo´ es la dicotomía con la que Pablo Escobar sintetizada el dilema que enfrentaba a los que se ponían en su camino, fueran jueces, policías o políticos. Es el dilema mafioso de siempre, tan efectivo y difícil de combatir. Yo me lo pensaría un rato, de hecho.

El caso es que la cocaína se beneficia además del glamour que le otorga el estar siempre asociada a la creatividad y a la vida loca de profesionales de éxito y otras gentes de buen vivir. No sucede igual con la heroína, que rezuma desesperación y una existencia miserable y arrastrada en sus usuarios, ni con la marihuana, que transmite indolencia y falta de productividad. El punto fuerte de la cocaína es que huele a éxito y a promesa de placer sexual prolongado. ¿Qué más se le puede pedir a una droga?

Uno de los momentos cumbres de la serie es la mirada de desprecio de Escobar dirige hacia uno de sus sicarios cuando lo sorprende inesperadamente esnifándose una raya. No hubiera sido de extrañar que un Escobar aupado a la presidencia de Colombia, su objetivo confeso cuando se metió en política con todo su afán e inmensos recursos económicos, hubiera sido el principal azote de traficantes y consumidores del polvo blanco. Al fin y al cabo, era un ´hombre del pueblo´, como le gustaba repetir. Y a los ´hombres del pueblo´ les repatean los drogotas.