Toca locura de invierno. Toca compra. Toca consumo. Tocan regalos. Más allá de la auténtica felicidad navideña, está claro que esta época es una fabulosa maquinaria comercial.

Estadísticamente los españoles nos gastaremos en estos días casi tanto como durante un trimestre completo del resto del año. Las luces, las canciones y la belleza de las calles repletas estimulan nuestro sentido de compra en una especie de acto reflejo asemejable al del famoso perro de Paulov. El consumo prima en Navidades sobre los propios deseos de buena voluntad de la gente. Es ley de vida y decreto de mercado.

Me gustaría entonces decir que ya que en estas fechas vamos a gastar tal cantidad de dinero podríamos caer en la cuenta que el consumo y la solidaridad son dos conceptos que aunque conceptualmente estén destinados al desencuentro tienen un excelente punto de confluencia en la nueva idea que se ha venido en llamar Comercio Justo.

Reconciliar consumo y solidaridad tiene dos ideas claves. La primera es que los que tenemos el privilegio de vivir en el mundo que puede gastar sepamos adaptar nuestro consumo de productos, energía y recursos naturales a los límites ecológicos del medio y a los niveles que permitan un reparto mundial justo. Consumir responsablemente, comprando lo que realmente haga falta y eligiéndolo entre los productos que sean menos dañinos para el medio ambiente, más seguros para la salud, o más favorecedores de la economía local, está en la base de una forma de compra responsable y sensata.

La segunda idea estriba en aplicar la equidad a los intercambios comerciales entre los países ricos y los desfavorecidos. Sabemos que en las masivas transacciones comerciales a lo largo y ancho del planeta unas pocas transnacionales controlan los precios y los flujos de mercaderías; de hecho las quinientas empresas más importantes del mundo están detrás de una cuarta parte de todos los intercambios.

Las consecuencias de este sistema, según todos los indicadores alejados de la demagogia o la radicalidad, es que millones de personas malviven produciendo productos agrarios con mínimo valor añadido, recolectando café o soja, arrancando minerales del suelo o manejando peligrosa y obsoleta maquinaria industrial para fabricar tejidos o zapatillas cuyo valor añadido se quedará en la empresa multinacional que nunca reinvierte en los países pobres. Es fácil comprobar el corolario más patético de esta situación en la explotación de la mano de obra infantil en buena parte del mundo.

Pero algunas organizaciones están reaccionando ante esto en la línea del Comercio Justo, eludiendo el control del mercado convencional y tratando directamente con los productores de países pobres a quienes pagan precios justos que pretenden una vida digna y un sistema solidario en el que los beneficios se queden, al máximo de lo posible, en las manos de los productores. Quizás los productos puestos así en el mercado resulten algo más caros que los normales de los almacenes, pero pagaremos con gusto el precio de la solidaridad, navideña o no, con nuestros semejantes.