Fidel Castro era español, pues hijo de gallego nació. No tenía que pedir la concesión de la nacionalidad, sino su reconocimiento. Igual lo era José de San Martín, pues también su padre era español. El último dejó muestras de su valor guerreando contra los franceses antes de derramar la sangre de españoles en América y convertirse en libertador de Argentina, Chile y Perú. Su figura se agiganta en la Historia, pero murió en el exilio y olvidado de las naciones que alumbró su marcha libertadora. Pero, ¿y Fidel? Igualmente, fue un libertador en sus comienzos.

Oigo estos días decir ´la Historia lo juzgará´ pronunciada como una sentencia y sin más reflexión para eludir el juicio propio que merece, pues aun cuando sea reciente el rigor mortis, fue durante tantos años terrible dictador. Acaso aquel primer adjetivo que le hemos dedicado ha quedado un tanto oscurecido por la pátina del tiempo. Esa cuarta dimensión que tanto ayuda a tomar distancia de las cosas y comprender el alcance de los acontecimientos, también sepulta aquello que no se guardó en la memoria. Me resulta atractiva la Arqueología, porque trata de dar luz sobre todo lo que quedó sepultado por la sombra más densa de la tierra. También la Historia, porque el foco sobre los hechos antiguos tiene siempre el punto cromático de una fotografía que favorece o perjudica según la vea cada espectador. ¿Y por qué no hablar del arte? ¡Cuán sutil y subjetivo es en nuestros días hasta el mismo concepto! Seguro que muchas veces, lector, te has preguntado cómo el cuadro que tienes delante de tus ojos, expuesto en un edificio histórico, puede ser referido por el guía como el gran encargo que pintara fulano para aquel piadoso cardenal, glorioso aristócrata o afamado mercader, que viviera entre esas paredes. ¡Si apenas se distinguen unas notas de color entre la oscuridad sobrevenida que domina la escena! La admiración por Caravaggio o el mismo Rembrandt se acrecienta, pues ellos sí utilizaban bien la técnica del claroscuro.

Pero no confundamos el barniz que, con el devenir, oscurece el cuadro con aquella técnica de la luz y el color que consigue una paleta magistral. Es la ausencia de un restaurador de los que no dedican su magia a los fogones, tal vez por un magro presupuesto que no acrecienta el precio de la entrada que acabas de pagar.

Así, Fidel, martillo de capitalistas y de tímpanos impacientes, hablaba de la revolución con verbo impostado, anclado en el tiempo de la infamia.

No fue que el comunismo lo lanzara a su aventura, pues fue el desagrado del gigante americano quien lo arrojó en manos de la URSS, con toda su maquinaria de propaganda que ensalzaba a Marx, aun a sabiendas de que si hubiera levantado la cabeza, habría abominado de sus epígonos ideológicos. Los desheredados del mundo hispano lo convirtieron en bandera y rindieron pleitesía a su valor y, aún peor, a la ideología que mantenía su régimen por vía de propaganda y donativos del oro de Moscú. Estados Unidos aplicó a Cuba aquella doctrina Monroe, demócrata por más señas, que tanto dolor causara a Hispanoamérica financiando a militares golpistas y sañudos. Nunca fue política afortunada la del bloqueo y la trinchera, pues siempre tiene enfrente otra que hace causa de la enemistad, sirve a la represión y ahuyenta todo atisbo de conciliación. Ya lo dijo Porfirio Díaz: pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos; lo que puede hacerse extensivo a toda la América Hispana, donde han terminado haciendo fortuna líderes filocomunistas, para muestra de que quien siembra vientos, recoge tempestades. Mas prefiero poner en su haber un efecto indirecto: en el mundo de la órbita comunista se propagó el español (la lengua en la que se expresa el indigenismo antiespañol), pero no por aprender la prosa cervantina, sino por seguir la secuela proselitista que abriera Fidel en toda Hispanoamérica, hasta convertirse en un referente tanto para la izquierda, incluida la española, como para las clases bajas, las que también formaban parte de la Iglesia de los pobres a los que se refería Ignacio Ellacuría y toda la teología de la liberación. Sí, ya sé que oficialmente Cuba no era católica, pero en el patio trasero de los EE UU, todo atisbo de rebelión, seglar o espiritual, era mal visto, cuando no directamente condenado, sentenciado y ejecutado. Y así, Castro fue todo un símbolo de resistencia frente al imperialismo merced a una propaganda fabulosa que convirtió en castillo ideológico su trinchera. Sus éxitos en educación y sanidad no pueden esconder una realidad paupérrima que se prolonga más allá de su muerte junto a una feroz represión de cualquier atisbo de oposición.

La revolución cubana fue liberadora y bandera anti imperialista, pero la larga dictadura la ha terminado convirtiendo en una guerra civil de la Cuba castrista contra la oposición y el exilio. Y ya sabemos las consecuencias que tiene esto, según Unamuno postulara: las guerras civiles no acaban nunca. Juiciosa e implacable sentencia que condena a la joya del Caribe a una difícil transición que más temprano que tarde habrá de llegar. Patria o muerte era la apuesta, pues hizo su suerte la parca y fue quien más ganó. Y Fidel, endiosado en vida y sin cuidado de una imagen acartonada, anclado en el tiempo de las gloriosas hazañas, olvidó que la libertad tiene las alas de los ángeles. Si Don Quijote cobrara vida en el Caribe, habría visto en él y por febril encantamiento a un caballero antagonista, asaz loco y desnortado, proclamando ser libre un galeote cargado de cadenas. Desconozco si la inefable Dulcinea del caribeño habría sido en su caso la magistral Alicia Alonso, pues hubo un punto de ceguera en la visión quimérica de la vida de los barbudos del Gramma y sierra Maestra.

Tengo mis dudas de que la Historia lo absuelva, como proclamó en el juicio por su rebelión del asalto al cuartel de Moncada. Qué pasará ahora es la pregunta que todos se hacen y cuya respuesta esperamos de los grandes analistas, que casi siempre se equivocan. Habría que bajar hasta el Hades para escuchar el saber del viejo Tiresias: «Ulises, fecundo en ardides, ¿por qué has dejado la luz del sol y vienes a ver a los muertos a esta región desapacible? Retira la aguda espada para que, bebiendo sangre, te revele la verdad de lo que quieras». De lo que le dijo a Odiseo y lo que oyeron mis oídos, lo contaré otro día, sin sangre, libando una copa de buen vino.