Una ley romana declaraba inocente al que moría en el curso del proceso. San Pablo, que como ciudadano romano conocía esta ley, la utilizó cuando escribió Gálatas, una de las cartas que debemos a su ingenio de virtuoso intelectual fariseo. Usando aquella ley como metáfora, la aplicó a su nuevo evangelio, asegurando que quien moría para la ley sería declarado justo y nacería a la gracia. Así que trató la ley judía como la ley romana y se libró de ambas mediante esa muerte figurada del hombre viejo que, tras el bautizo, renacía al hombre nuevo justificado. Llevamos demasiados siglos de tradiciones cristianas como para que insistir en la culpabilidad del muerto esté bien visto por los testigos. Por cuestiones culturales muy profundas, nadie quiere ser parte de este proceso. Pero lo que nunca habría hecho ningún romano sería culpar al juez o al tribunal por haber llevado al imputado ante los tribunales. El respeto por el Derecho era demasiado elevado.

Los hispanos, que crecimos en la periferia de la romanitas y durante mucho tiempo en tierras ajenas a la christianitas, no entendemos bien ni una cosa ni la otra. La práctica inquisitorial de proseguir el juicio incluso muerto el reo y de desenterrar el cadáver para quemar sus huesos, desde luego no procede de aquella ley romana que, al parecer, no rige nuestra historia. Así que aquí cada uno actúa a su aire. Unos siguen acusando al muerto de sus delitos, otros acusan al tribunal, otros a los testigos, o a los que denunciaron, o a los traidores que lo delataron, otros a los amigos que permitieron el proceso, y otros a todos a la vez. Pocos comprenden que las diferencias y los litigios exigen y reclaman la vida y que, por eso mismo, se lamenta la muerte siempre, ya sea por amistad con el difunto, ya por amistad con la verdad. En todo caso, cada uno se retrata en la ocasión con la locuacidad que le caracteriza; cada uno evoca las palabras más cercanas a los recursos de su alma. Los más brutales incluso han hablado de las hienas. En realidad, aunque el muerto no era culpable, los juicios sobre su relación con la res publica, o sobre la necesidad de recordarlo o de olvidarlo, no solo estaban permitidos, sino que era obligados. Sólo se requería hacerlo con altura.

Lo que extraña en las circunstancias que han dominado en la muerte de Rita Barberá es la falta de esa altura. El proceso mismo debía haberse olvidado por lo que a ella toca. Pero todavía estaba en nuestra mano reflexionar acerca de las ventajas del concepto de responsabilidad política. Este concepto está diseñado para neutralizar la pena del telediario. Esta tiene sentido porque el imputado o acusado sigue siendo un personaje público representativo. Lo que expuso a Rita Barberá a un calvario, como lo calificó su cofrade el señor Cotino, fue el hecho de que, en medio de todo el proceso, quiso ser cargo y personaje público representativo. Pero uno debe presentarse ante la Justicia con el estatuto de mero ciudadano privado, igual ante la ley a cualquier otro. Si hubiera asumido sus responsabilidades políticas claras e inequívocas, si se hubiera convertido en una persona completamente privada y hubiera encarado sus obligaciones judiciales en pie de igualdad con cualquier otro ciudadano, todo hubiera sido diferente, como lo es ya para cualquiera de los demás imputados en ese mismo proceso.

Esas mismas circunstancias se invocan para acuñar una pregunta sorprendente sobre el proceder a seguir con los imputados. ¿Y si luego es declarado inocente, cómo se le resarce por haber abandonado un cargo público? Esta pregunta es una extraña declaración de incomprensión de la vida política. Nadie tiene un cargo público por derecho propio. Si lo pierde para presentarse ante la Justicia en pie de igualdad con cualquier otro ciudadano, es por respeto a los ciudadanos y porque quiere dejar claro que será de nuevo digno de su confianza. Si quiere regresar a ese cargo cuando esté limpio de sospecha, que emprenda la lucha para recuperarlo. Quien se hace la pregunta referida, da por sentado que la ciudadanía tenía la obligación de mantenerlo en el cargo, incluso mientras se mantiene la sospecha sobre su integridad pública. No es así. El cargo no es propiedad de nadie. Perder el cargo es la condición de posibilidad de que pueda recuperarlo con plena confianza, si es declarado inocente. Que se le dé la oportunidad de luchar de nuevo por la representación pública es lo decisivo. ¿Que es duro? Claro que lo es. La lógica de una vida pública es rigurosa y los que entren en ella deberían saberlo.

En realidad, para el ciudadano observador, lo más doloroso de los últimos meses de la señora Barberá, fue la rigidez de su apego al mantenimiento de su vida pública. Daba la impresión de no poder vivir al margen de dicho cargo público, por mucho que desde otras consideraciones resultara evidente que la situación tenía muchos aspectos humillantes. Es una comprensión perversa de la vida política lo que deseo identificar aquí, porque me sorprende de forma intensa y desagradable. Cualquier político que no pueda reposar en su vida privada, que no pueda regresar y ocultarse en ella, ofrecerá la imagen siniestra de una exposición obscena. Algo que debería quedar fuera del campo de observación se hace regresar a él. En algunos momentos de aquellos últimos días, el observador imparcial que no deseaba presenciar el espectáculo, se preguntaba con rubor: ¿pero es necesario llegar a esto? Ese apego que no permite que la vida tome otra dirección, que acepta el cargo por el cargo, aunque este sea sin función, como pudimos ver todos los españoles, ¿a qué obedecía? No encuentro la manera de decir que eso respondiera a una virtud pública.

Bien considerado, la rigidez de ese apego a algo que no deja el más mínimo resquicio a la posibilidad de que todo sea de otra manera, la incapacidad de regresar a la flexibilidad y a la discreción de la vida privada, ya tiene algo parecido al rigor mortis. Los que se giraban y le daban la espalda cuando Rita Barberá entraba en el Senado, o los que se dejaban interpelar por el leve roce de sus dedos y se avenían al saludo, no supieron leer que su compañera les estaba dando la posibilidad de la despedida. En realidad, ella tampoco. No siempre sabemos lo cerca que podemos estar caminando de la muerte. Pero los que se replantean, como consecuencia de esta muerte, aumentar todavía más la confusión de nuestra vida pública actual, los que bloquean todo consenso acerca de lo que sea la responsabilidad política y animan a la resistencia pública numantina con la finalidad de acudir a la justicia desde posiciones de privilegio, esos no hacen sino mantener las condiciones y la comprensión de la política que hacen posible muertes como ésta.

Quizá haya algunos que tengan una concepción de la vida que haga de una muerte así algo parecido a un sacrificio. Esas valoraciones son impropias de una sociedad democrática. Es una muerte estéril que no cura las heridas civiles que haya podido provocar. Estas heridas solo se curan cuando se tiene la entereza y la responsabilidad de dirigirse a la ciudadanía para decir algo así: «Según la Guardia Civil, los fiscales y los jueces instructores, bajo mi gobierno ha crecido la corrupción. Pido perdón al pueblo valenciano porque no he sabido o no he podido impedirlo. Pero demuestro mi voluntad ajena a estos hechos poniendo mi cargo a disposición vuestra. Espero que así me permitáis regresar al seno de vuestra comunidad. Ese regreso es ahora mi deseo». Tenemos derecho a preguntarnos si quizá entonces su muerte habría sido otra.