Líder, comandante, icono, fundador de la Revolución, o simplemente Fidel. Si además hubiera sido ´amigo de sus amigos´ estaríamos ante la definición que de sí mismo haría cualquier participante de First dates, pero lamentable, no es el caso. La realidad es que resulta complicado encontrar una mención al difunto Castro que lo defina como lo que era, un dictador. Pocos han sido los medios, y aún menos los políticos, que se han referido a él como un tirano, un criminal que sometió a su pueblo a un régimen asfixiante que le sirviera de paraguas para sus delirios comunistas. Es curioso que a una amplia parte de la izquierda en España le cueste identificar en él a un dictador, cuando está siempre ojo a vizor para detectar y alertar ante cualquier tic que se aparte de los estándares democráticos que ellos mismos han decidido que son los correctos para todos.

Sorprendía (bueno, en realidad no tanto) ver a líderes de la izquierda poliédrica como Alberto Garzón, Pablo Iglesias o Arnaldo Otegi alabando, en ese vertedero intelectual en que se están convirtiendo las redes sociales, la ´dignidad´ y el ´compromiso con los desfavorecidos´ de Fidel Castro. Lo que Castro ha unido, que no lo separe la decencia. Pero la cuestión de fondo es que para todos ellos, y para los universitarios analfabetos que quedan deslumbrados ante tanto y tan profundo dominio del pensamiento político, el tirano caribeño es el modelo a seguir. Porque no son pocos los que, ya sea por pura ignorancia o por la confianza que tienen en formar parte de una hipotética élite dirigente, creen que ese es el ideal al que deben tender nuestras sociedades.

Ese planteamiento es el que nos lleva a entender el motivo por el que, cuando las urnas les son adversas, claman bien contra la legitimidad del resultado, bien contra la estupidez del pueblo. Y es que es evidente que la democracia, para esta gente, no es sino el medio que se han visto forzados a aceptar para canalizar sus ideas, ansias y perversiones políticas; un instrumento para implantar en nuestro país un sistema que todo el mundo rechaza, en especial quienes aún, por desgracia, lo siguen padeciendo.

De nada sirve que la realidad, tozuda como ella sola, nos haya mostrado que la abrumadora mayoría de los países que adoptaron un sistema comunista lo abandonaron, como muy tarde, tras la caída del muro de Berlín. Cuba, China, Corea del Norte, Laos y Vietnam son, con muchos matices en algunos casos, los únicos países que se declaran comunistas hoy en día. Considerados en su conjunto, resulta inevitable calificarlos como un eje de prosperidad, justicia, igualdad y libertad. Pues bien, ya sea refiriéndose al pasado o a la situación actual, no faltan comunistas y socialistas que digan que estos Estados, y con ellos el modelo en que se sustentaban, han fracasado por culpa de un complot capitalista imperialista (ahora neoliberal) y porque se ha desvirtuado la idea romántica del comunismo. Lloro y sigo escribiendo.

Claro, es que debemos entender que después de siglo y medio ni ellos mismos sepan aún cómo llevar esas ideas a la práctica si no es como ha sucedido en el pasado, es decir, con unos cuantos fusiles bien cargados y unas cárceles listas para acoger insensatos que se oponen a la utopía. Hay que dejarles más tiempo y más oportunidades también, porque con la URSS tampoco tuvimos bastante y el ensayo no bastó. Les ocurre como al niño que le dice al profesor aquello de «si yo me lo sé, pero no me sé explicar». Ya, pues yo no quiero ver más intentos de pedagogía comunista, la verdad, que luego te lo ponen todo perdido.

Hablaba de cárceles en las líneas anteriores, tema que retomo para volver a la figura del caudillo Fidel y hablar de su legado. Porque la herencia que le deja a Cuba no consiste ni en el sistema sanitario (prepare un juego de sábanas, toallas y rece todo lo que sepa si va a un hospital para el pueblo, no de los que usan los ungidos) ni ninguna monserga por el estilo. No, su legado son cárceles llenas de presos políticos, un contingente de exiliados que avergonzaría a cualquier país decente, un mar Caribe salpicado de cadáveres de cubanos que huyeron en busca de la libertad y la dignidad, y un pueblo que no tiene acceso a la información libre, represaliado por cuestiones ideológicas y al que se le niega cualquier forma de prosperidad basada en la iniciativa individual.

Es difícil conocer las cifras del crimen cuando es el Estado el que lo comete, pero hay quienes han intentado arrojar algo de luz en este sentido. Así, leo que la ONG Archivo de Cuba, por ejemplo, tiene constancia documental de más de 7.000 muertes, entre las que se encuentran miles de fusilamientos judiciales y extrajudiciales y personas que fueron asesinadas en su intento de huir del paraíso comunista. No es descabellado pensar que la cifra de los crímenes que no han dejado huella es mucho mayor y con ella, parece también que se engrandece la huella del dictador. Pero con todo, hay para quienes esta retahíla de crímenes y despropósitos es insuficiente para animarse a realizar, no ya una declaración de rechazo frontal, sino una crítica moderadamente clara a Fidel Castro.

Yo os entiendo, camaradas, porque mientras haya personas sobre las que caiga la infame sospecha de haber blanqueado mil euros, como es el caso de Rita Barberá, no podemos dar un paso atrás. Eso y que, además, Fidel era uno de los nuestros, ¡qué cojones!