A efectos de representación diplomática, un rey emérito es un actor secundario. No más, no menos. A unos les ha parecido demasiada eminencia para despedir a un dictador sanguinario; les habría gustado un actor de relleno, de esos que pasan por la calle mientras el protagonista habla por teléfono. A otros les ha parecido poca cosa para homenajear a tan insigne figura. La controversia viene a reavivar la nunca bien resuelta cuestión de qué tipo de relación deben mantener las democracias liberales con los regímenes que conculcan sistemáticamente los derechos humanos.

El protagonismo político y económico de países poco escrupulosos con los derechos humanos hace inviable la simple negativa a mantener relaciones cordiales. Ahora se trata de, tragando bilis y aplicando dosis sensatas de Realpolitik, dar claras señales de que cordialidad no implica complacencia ni, mucho menos, aplauso. 1994, no hace tanto, Nixon dijo: «Actualmente, el poder económico de China hace imprudentes los sermoneos de los Estados Unidos sobre derechos humanos. Dentro de una década los hará inoperantes. Dentro de dos décadas, ridículos». El politólogo norteamericano Samuel P. Huntington afirmó que el acuerdo al que había llegado en 1994 Estados Unidos con Corea del Norte en materia nuclear suponía una rendición negociada, pero que la capitulación ante China y otras potencias asiáticas en cuestión de derechos humanos podía considerarse una rendición incondicional.

Los embargos comerciales pueden haber sido un eficaz mecanismo de presión en algún caso (Irán, por ejemplo) pero a tan largo plazo y a cambio de tanta miseria que empiezan a parecer una estrategia refutada. Ahora bien, hay una diferencia entre construir un AVE en Arabia Saudí o abrir resorts en Cuba y hacer como que en esos países no pasa nada.

El caso de Cuba tiene que ver también con otra cuestión ya añeja: el trabajo que le está llevando a parte de la intelectualidad desengañarse definitivamente del comunismo(vivir su Kronstadt, como decía Dahrendorf). Muchos de ellos se desencantaron con la Hungría de 1956, otros con la primavera de Praga de 1968 o la Solidaridad polaca de principios de los ochenta. Los más contumaces hubieron de esperar a 1989. Pero queda aún una rebaba de recalcitrantes; un grupo incorregible que, por toda ideología, proclama que toda bondad del libre mercado proviene de la eficaz y beneficiosa influencia que el marxismo ejerció sobre el capitalismo. Son los mismos que aplaudieron cuando Helmut Kohl recibió bajo palio a su homólogo de la Alemania comunista, Erich Honecker. La cuestión es que Kohl aplicaba su particular (y discutible) Realpolitika la sazón, pues el Muro parecía eterno y los dos bloques condenados a entenderse. Pero la cuestión era también que el Honecker que transitaba por la alfombra roja de Bonn mantenía la orden de disparar a matar a todo aquel que pretendiera traspasar la frontera. Apenas un año de vida le quedaba entonces al Muro, pero nadie lo sospechaba.

Si no queremos que nuestras embajadas se perciban como una rendición incondicional y las ansias de comerciar como una alfombra roja, nos queda el derecho al pataleo. La propia Angela Merkel se atrevió a hablar de derechos humanos en un viaje a China mientras firmaba acuerdos millonarios. Rajoy manifestó en sede parlamentaria su apoyo a los disidentes cubanos. Tal vez no sean más que gestos fútiles pero, desde luego, mejor eso que la rendición y la alfombra.

A la izquierda filocomunista, decía Dahrendorf, le gustaba aquel ambiente de guerra fría, porque así podía vender la conveniencia de tender puentes entre ambos bandos. Tender puentes quería decir, por supuesto, reconocer la legitimidad de los perversos regímenes soviéticos. Hacer como que la libertad de expresión, la propiedad privada y la democracia no importan. Pero sí importan. Y como importan, con don Juan Carlos va bien. Demasiado bien, podría uno pensar.