Es el término de moda a raíz del triunfo de Trump en las presidenciales norteamericanas. Se ha abierto un vivo debate respecto a qué significa y a quién se le aplica. Y si exceptuamos alguna mente preclara como la de Susana Díaz que, desde su nunca bien ponderada estatura política e intelectual, ha pontificado que populistas son tanto Trump como Podemos porque ambos arremeten contra ´la casta corrupta´, lo cierto es que el resto de los mortales, más limitados que la líder andaluza, andamos desenredando la madeja formada por todas las variables que encierran los muchos populismos que en el mundo parece haber.

En mi opinión, con el populismo ocurre lo mismo que con el colesterol. En el caso de éste, lo hay bueno y también malo. En lo tocante a aquél, existe uno de carácter reaccionario y otro que se enmarca en el campo progresista y de cambio. Se diría que ambos son concomitantes en lo concerniente a dos cuestiones. Por un lado, confrontan al pueblo considerado en su conjunto con unas élites (políticas y/o económicas) que lo maltratan; por otro, los dos se oponen al libre comercio, entendido éste por las consecuencias de su aplicación en una economía globalizada, que provoca el dominio del mercado y de los Estados por grupos financieros y multinacionales, con el resultado de la desvertebración de los tejidos empresariales de las naciones y la caída de los salarios a nivel mundial. Pero al igual que ocurre con las dos clases de colesterol, que presentan una similitud terminológica y etimológica aunque su efectos sobre las arterias son opuestos, los dos populismos son, a pesar de las equivalencias descritas, profundamente antagónicos, lo que determina que el populismo reaccionario termine abrazando la causa de la derecha más antisocial, mientras que el progresista engarza con los postulados sociales de la izquierda.

Veamos la primera de las características comunes: el pueblo frente a las élites. Los populistas reaccionarios utilizan como aglutinante de ese pueblo la hostilidad hacia elementos que no sean asimilables, y por ello hostiles, a la nación-pueblo como tal. Fueron los judíos en la Alemania nazi y ahora, en la era Trump, los inmigrantes y refugiados. Éstos vendrían a ser los instrumentos de determinadas oligarquías para destruir los fundamentos de la nación a partir de su consideración étnica y cultural, con el fin de acabar también con los puestos de trabajo bien remunerados de las empresas nacionales. Este racismo abierto confluye con el racismo institucional que practica la derecha convencional. Al fin y al cabo, el muro de Trump en la frontera mexicana no sería menos cruel que las concertinas de la valla de Melilla o esas cárceles de indocumentados que son los CIES. El populismo progresista, por el contrario, utiliza como aglutinante del concepto pueblo los derechos sociales y de ciudadanía frente a quienes, desde el poder, pretenden cercenarlos. La soberanía nacional se asimila a la soberanía popular, es decir, a los derechos de quienes viven y trabajan en la nación, independientemente de su origen étnico o cultural.

En relación al libre comercio, hemos visto la oposición de Trump al TTIP (y otros tratados) y el rechazo del Frente Nacional francés a la UE. El populismo reaccionario entiende que el libre comercio destruye la nación por la deslocalización empresarial que entraña, así como por la competencia basada en el dumping comercial que acarrea. Lo fundamental es la defensa de las empresas autóctonas, pobladas por trabajadores de la nación. El populismo progresista basa su hostilidad al libre comercio definido en aquellos tratados en el hecho de que debilita el poder de los ciudadanos, en su doble condición de trabajadores y consumidores, frente a unas oligarquías de la globalización neoliberal que, en su expansión por el mundo, devastan los derechos humanos, perjudicando a las clases populares de todos los países al margen de su condición o procedencia.

No es nueva en la historia esta coexistencia y, a la vez, confrontación entre populismos. Pero sí quizá las tonterías que algunos dicen al respecto.