Ha querido el destino que el regreso de esta columna a las páginas de La Opinión coincida con los treinta años de vida de uno de los sueños de Javier Azagra, ese obispo pastor que ya olía a oveja antes de que Francisco invitase al resto de la grey a pisar calle, desahucio, desalojo, oficina de desempleo, centro de internamiento o frontera protegida con serpentinas. Un sueño que arrancó del grito desesperado de un grupo de locos y locas conmovidas por la presencia de menores en las calles, colgados a sus madres en la mendicidad como último paso para salir adelante. Un drama salpicado con los desalojos en la Plaza de la Paja de la capital y de los niños del pegamento, esos que hoy han vuelto a las ciudades de nuestro país, y los mismos children's glue que tenemos en los suburbios de las urbes en cualquier arrabal del planeta.

La Murcia de mediados de los 80 del pasado siglo no podía ocultar a aquellos a quienes se invisibilizaba a diario (hoy tampoco) y surgió un proyecto de intervención social, primero en las casas baratas de Torre Romo gracias a la generosidad de la Escuela Equipo, y tres años después, en diciembre de 1989, en lo que supuso el Centro de Acogida y Atención al Menor Virgen de la Fuensanta, el CAYAM, hoy concebido como Centro de Acogida y Acompañamiento Integral. En su inauguración, Azagra expresaba el deseo que ese sueño pudiera cumplirse, y así sucedió, con el impulso inicial de Pepe Saorín, cura obrero ciezano, de unas Hijas de la Caridad que siempre han estado ahí, y de mucha gente que ha acompañado la vida y la suerte de familias gitanas en sus comienzos, pero que fue ofreciendo otros rostros, los de la pobreza y de la exclusión social que no hace distingos. Y todo ello bajo el manto de Cáritas diocesana, la institución encargada de la acción caritativa (de caritas, amor) y social (de lucha por la justicia) de la Iglesia católica, que en esos años dirigía el maestro Pedro Pérez Abadía.

Han sido decenas las personas que han dado lo mejor de sí mismas, unidas por un fin común: acompañar a quienes tienen dignidad desde que nacen hasta que nos abandonan. Hablamos de maestros de escuelas infantiles, de doctoras y de otro personal sanitario que han puesto sus conocimientos al servicio de la salud física y mental de los más débiles. Hombres y, sobre todo, mujeres sencillas de parroquias, que cada día acudían a hacer de comer o a mantener las instalaciones, pasando por innumerables profesionales del mundo de la empresa, de la universidad, de la acción social? De cualquier ámbito, con pequeños gestos cotidianos que han contribuido a que el centro fuera estas tres décadas un referente en la acogida y el acompañamiento a los últimos entre los últimos.

Un referente en algunos momentos incómodo para las instituciones públicas en el rechazo a ordenanzas contra la mendicidad y en la reclamación del derecho a la vivienda, e incluso en el seno de la propia Iglesia diocesana. Una incomodidad siempre resuelta, eso sí, por la voluntad compartida de que lo que se trata es de no perder de vista el rostro de quienes son los elegidos, los preferidos. Todo lo demás es insignificante. Máxime cuando el CAYAM sigue teniendo sentido ante la pobreza y exclusión intergeneracional que pervive hoy, y frente a la que no podemos permanecer ajenos. Con nuevos proyectos, con iniciativas ajustadas a este tiempo y con la mirada y voluntad puestas en no caer nunca en la desesperanza y en cuestionar su rentabilidad. Un sueño, en definitiva, que pervive. Porque como afirmaba el propio Pepe Saorín, «si sólo un niño sale adelante en su vida, si el proyecto vale para una sola persona, habrá merecido la pena».