El sol del Caribe se alza en rojo inglés y yo grito a mis hombres disparad, disparad, bellacos, y que no quede ni uno. Treinta mil ingleses abren fuego contra nosotros desde sus más de doscientos barcos cuyos mástiles y velámenes, inflados como gigantes de guerra por los vientos alisios, cubren el cielo de la bahía de Cartagena, nos atacan por tierra, nos invaden por doquier. Incautos. Hoy no derrotarán a Lezo. Hoy no caerá España.

Llegaron hace una semana. Verlos fue tal vez el mayor espectáculo que jamás hayamos admirado en estas lujuriosas tierras tropicales. Toda la armada británica, la vanidad de Jorge II y de su gobierno de avariciosos comerciantes londinenses carentes de otro honor que el del afán de oro, atacando la decadente pero aun orgullosa gloria del Imperio Español. La joya caribeña, Cartagena de Indias, la plaza que para su desgracia y eterno vituperio no otro sino yo defiendo.

Con mi única pierna sobre las murallas de la ciudad, con mi única mano sosteniendo un brillante catalejo de bronce, con mi único ojo empapado por el sudor, bajo el ardiente sol de esta tierra meridional, aún recuerdo el momento en que mi mirada se cruzó con la del felón Vernon de pie en el puente de mando de su nave capitana, rodeado por su alto estado mayor, ignorante aun que las medallas que ha mandado acuñar festejando su victoria sólo servirán para aumentar su ignominia y mi gloria, pues ya le advertí que, si yo hubiera estado en Portobelo cuando él la atacó, su cobardía habría sido derrotada y que, si venía a Cartagena, tendría el placer de derrotarle a él y a cuantos rufianes como él trajese.

Escucho las balas zumbar a mi alrededor y no puedo más que sonreír. Sonreír salvaje y feroz como mi raza de enloquecidos guerreros lleva haciéndolo por más de dos siglos en estas tierras americanas que conquistamos derramando nuestra sangre y que hoy defenderemos derramando la de los hijos de la pérfida Albión.

Necios ingleses. Su ataque por mar fue repelido. Miles y miles de cañones de metal del norte tronando durante días. Bolas negras prendidas en llamas volando sobre nuestras cabezas erguidas, que nadie se agache, un español sólo se arrodilla ante su esposa y el Santísimo, jamás ante un invasor. San Felipe de Barajas, el castillo en cuya cumbre la Cruz de San Andrés ondea furiosa, está destinado a pasar a la historia por lo que hoy aquí sucederá.

¡Fuego al fuego! ¡Quien no esté en primera línea no está en su puesto!

Su ataque por tierra fue derrotado. Trataron, oh, ridículos bárbaros, de tomar el castillo al asalto. Pero sólo tiene una entrada y en ella españoles y locales, blancos, negros e indios, todos unidos en esfuerzo común, esperamos la avalancha de los invictos granaderos británicos armados sólo con machetes. Con machetes y con unos arrestos que habrán de juzgar las generaciones venideras.

¡Cargad! ¡A ellos! ¡A ellos!

Como los persas en las Termópilas, asombrados e incrédulos se vieron rechazados dejando legiones de muertos detrás. Desesperados, pensaron en tomarnos por sorpresa en mitad de nuestro viril sueño ignorantes de que en la guerra sólo duermen los cobardes. Alzaron escalas y pretendieron con ellas entrar en el castillo. Para su desdicha yo había ordenado cavar y cubrir zanjas en todo su perímetro y, cuando en el silencio de la nocturnidad las escalas se apoyaron en el suelo, éste se hundió y los invasores con él. En ese momento mis hombres se mostraron en lo alto de las murallas y la pólvora rugió segando infinitas vidas enemigas, manchando de negro el cielo, de escarlata la tierra.

¡Escapan! ¡Escapan!

Ahora, cuando con sus mercedes hablo, veo la turba de casacas rojas huyendo de vuelta a sus barcos, las puertas del castillo abriéndose, mis hombres corriendo detrás de ellos, glorioso fenómeno por el que apenas unos cientos persiguen a miles. Los gritos de victoria recorren la mañana de este 20 de abril de 1741, lo imposible ha sucedido, la inevitable derrota ha sido reemplazada por la que tal vez haya de ser la más grande victoria que mi patria jamás verá en tierras americanas. Alzo la mirada y nuestra bandera sigue ahí. Ondea agitada por la brisa primaveral de la ciudad que durante varias generaciones más aún será nuestro hogar.

Quién podría decirlo hace apenas unos días cuando la derrota parecía segura. Pero quién puede decir nada. Quién puede imaginar que dentro de cuarenta años Gálvez aprovechará el poder que España ha defendido hoy en el Caribe para devolverle la visita a los ingleses y tomarles Pensacola, que dentro de menos de cien serán los recién nacidos colombianos los que se atrincherarán detrás de estos mismos muros frente a unos españoles que, aunque brevemente, pero volverán a vencer, que dentro de trescientos estas piedras serán un monumento nacional, que habrá una escultura mía erguida al pie de este castillo que hoy he defendido y que los habitantes de estas tierras, hijos y descendientes de los que conmigo aquí lucharon no me considerarán extranjero, sino que en su lengua, que seguirá siendo la mía, me llamarán Blas el Teso, uno de los suyos.

Porque yo soy Blas de Lezo y Olavarrieta, de Pasajes, Guipúzcoa, y de mis tierras vascongadas vine a las Américas para defender el honor de mi patria, cumplir con mi deber y darme el enorme gustazo de, tras la batalla, sonreír viendo mi bandera en lo alto, mis hombres victoriosos, mis armas y gestas escritas en la historia y, por qué no decirlo, a ese traidor de Vernon gritando rabioso y derrotado en su barco, en lo que queda de su flota, que ya no ha de servir para nada más que para llevar carbón de Irlanda a Inglaterra y que, si vuelve a atacarnos, por España y por Blas de Lezo volverá a ser derrotado.

¡Atento, mundo! ¡Nunca subestimes la furia de un español orgulloso! A los pies de esta fortaleza yacen los cuerpos de tantos como lo hicieron.

¿Le damos un susto al sistema y dejamos de tener miedo y ser egoístas y de sacar de nuestras vidas el sálvese quien pueda? ¿Le damos un susto a los neoliberales y luchamos por ser libres, justos y fraternos?