El siempre parco Mariano Rajoy anunció en su sesión de investidura que impulsaría una ley de gobernanza universitaria. Alguien tan poco sensible a la universidad, no puede decir algo tan concreto a humo de pajas. Así que es para echarse a temblar. La forma de tratar la educación de este Gobierno se mueve entre el regate, la confusión y la chulería. Lo que está haciendo con la Lomce, por ejemplo, no tiene nombre. El hecho de que esté en minoría y de que tenga necesidad del apoyo de C's y del PSOE, no es muy tranquilizador. Hay razones para pensar que la agenda de los tres partidos a este respecto es bastante convergente. Sólo la presión de los usuarios y los profesionales ha determinado que el PSOE se distancie un poco de esas políticas. Cuando gobernaba no las resistió ni las invirtió. Al final, y como resultado, el sistema público de enseñanza vive una situación muy comprometida.

La prueba de ese consenso de los tres partidos es el borrador base de una futura ley de universidades de la Comunidad de Madrid, convergente con esa Ley de Gobernanza ya anunciada. Ese borrador, que tiene la impronta de C's, no ha levantado un comentario del portavoz del PSOE madrileño, Ángel Gabilondo. En honor a la verdad, la universidad española ha generado un cuerpo profesional de gestores vitalicios que ya tienen más de políticos que de universitarios, y que han llevado a la universidad pública a un sistema de gobernanza que, por mucho que tenga en su base un sistema electoral, se ha autonomizado y obedece a una lógica interna propia.

Esa no es buena noticia para la universidad pública. Ese cuerpo de gestores profesionales, que por lo general lleva décadas en cargos de gobierno, está a la escucha de lo que diga el sistema político, y así la universidad pública se ha movido a la defensiva durante mucho tiempo. Si no se toma la iniciativa en esta situación de riesgo, el mensaje que se filtrará a la ciudadanía es que la universidad quiere seguir anclada en sus inercias y que no es capaz de reformarse y mejorarse. Eso suele entenderse como la actitud propia del que tiene algo que ocultar, y ha sido aprovechado para orquestar ciertas campañas entre la opinión pública, pidiendo que alguien se atreva a meter mano a las universidades. Es muy curioso que el único punto que ha levantado las protestas de los rectores madrileños respecto a ese borrador, sea precisamente que prevé una mayor donación de cuentas por los gastos con dinero público. Ahí ha estallado la ofensa contra la autonomía universitaria. Protestas contra la asfixia burocrática y económica de la docencia y la investigación, menos.

Madrid no es sino la punta de lanza de un proceso que afectará al resto de España. Y ante esta situación hay que decir con claridad que la universidad requiere un cambio de gobernanza. Pero uno que impida que se genere esa pléyade de aparentes profesores instalados en la gestión por décadas, absortos en su burbuja administrativa; uno que impida un número creciente de consejeros y asesores, que aumentan la burocracia y así legitiman sus nombramientos; uno que sitúe sobre otras bases la relación entre el personal de administración y servicios y la gobernanza de la universidad, que genere una verdadera carrera profesional en dicho personal, destinada a ocupar cargos de gestión que ahora ocupan profesores, duplicando la administración universitaria y encareciéndola. Todos estos progresos son necesarios para la democratización de la vida universitaria, que acabe con una verticalidad inapropiada para una corporación colegiada. Un cambio que simplifique y haga eficaz el control de las titulaciones, la aprobación de las mismas, que garantice la libertad universitaria para ofrecer titulaciones oficiales innovadoras y flexibles, sin la montaña de papeleo de las agencias oficiales. Un cambio que permita a las universidades tener sus líneas estratégicas de investigación y dotarlas de recursos.

Pero todo esto, que en el fondo se atiene al principio de gobierno republicano de servicio público ágil, sencillo y barato, está bien lejos de una Administración cada vez más enojosa y burocratizada que tiende a absorber más recursos para gestionar menos fondos finalistas. Y ello sucede porque las universidades públicas no han sido capaces de orientar su actuación y su gobernanza por algo parecido a lo que podríamos llamar el modelo ideal de universidad pública. Y como no se ha logrado, ahora no tenemos algo claro que oponer a lo que esté pensando Rajoy sobre la gobernanza de la universidad, salvo resistir. Pero resistir para seguir igual no es el camino, porque en el fondo esa resistencia no ataja el cáncer endógeno que devora a las mismas universidades.

Sólo si las universidades públicas perfeccionan un modelo ideal de sí mismas, estarán en condiciones de fomentar algo que constituye su espíritu institucional: el entusiasmo y el coraje de tantos universitarios bien dispuestos a hacer su trabajo por el bien público general. Si no lo logramos, no nos extrañemos ni escandalicemos de que se acabe por imponer la época de la postverdad. Si la universidad pública se encierra sobre sí misma y no da muestras de coraje público en la defensa de la época de la verdad, ¿quién lo hará? Una prueba de que la universidad pública no es capaz de pasar a la ofensiva tiene este síntoma: acepta ser evaluada por rankings que no están pensados para ella. ¿Por qué las universidades públicas, con todo su equipo de rectores, no ha sido capaz de elaborar un ranking alternativo y propio, objetivo y científico, operativo y general, acerca de lo que sería la buena universidad pública? Porque es más fácil defenderse frente a un ranking injusto que proponer una propia norma de justicia a la que vincularse de forma responsable y comprometida, pública y controlable.

Elaborar unos criterios objetivos acerca de los parámetros de una universidad pública exitosa es algo necesario. No basta con decir que tener o no tener premios Nobel no es relevante. No basta con estudios comparativos de financiación entre esas célebres universidades mundiales y las nuestras. No basta con denunciar esos criterios abstractos por inadecuados. Es preciso elaborar criterios propios, razonarlos ante la opinión pública, defender su pertinencia, cuantificar sus costes, comprometerse con ellos y dar cuenta de si en efecto se realizan o no. Creemos que las universidades públicas rinden funciones esenciales a nuestras sociedades. Establezcámoslas, pues, de manera objetiva. Y generemos una estrategia capaz de orientar la acción de toda la colegiatura universitaria, de darle una señal de que su iniciativa y su entusiasmo van a ser reconocidos, valorados, alentados y recompensados.

Si todavía no hemos entendido que uno de los puntos decisivos de la agenda neoliberal mundial es transformar las universidades de forma integral, entonces no sabemos de lo que estamos hablando. Esa universidad ideal del neoliberalismo es la que prohíbe que en su seno se exprese cualquier opinión que pueda herir la sensibilidad de los estudiantes, reducidos ya a inversores y clientes, que según se dice siempre tienen la razón. ¿Pero cómo buscar una verdad sin riesgos? Lo políticamente correcto es solo una cara amable. Lo que se busca a la postre es la despolitización radical y un individualismo que únicamente deje en pie la ratio económica. Si no somos capaces de pasar a la ofensiva con un modelo ideal de universidad pública, estaremos diciendo sencillamente que la única razón es la neoliberal y que la razón en tanto defensa de un sentido integral de verdad, la razón verdaderamente universitaria, es solo la inercia, pasado y resistencia irracional. Entonces habremos perdido la batalla. La hegemonía neoliberal se habrá impuesto sin remisión. Su base humana será la de universitarios económicamente racionales, pero cultural y cívicamente embrutecidos. Los votantes de Trump.