Creo ser uno de los muchos que están deseando que la frase «mientes más que un político en campaña» se convierta, en esta ocasión, en un pronóstico efectivo, y el presidente electo estadounidense, Donald Trump, se retracte, en la práctica, de sus promesas, por mucho que estas le hayan conducido, inesperadamente (o no tanto), a ser el próximo inquilino de la Casa Blanca.

Después de más de ocho años, el mundo, y particularmente Europa, no ha sido capaz de superar las consecuencias desencadenadas por la crisis financiera internacional, cuando, primero el resultado del referéndum del Brexit, y, ahora, el de las elecciones en EE UU nos sumen en un gran e indeseable nivel de incertidumbre que nada bueno puede traer para la economía mundial y, colateralmente, para la paz y la estabilidad internacional.

Tanto un hecho como el otro, que se añaden a otros muchos quizá no tan sobresalientes, son punta del iceberg de los movimientos antiglobalización; pruebas contundentes de que capas cada vez más amplias de la población en el mundo occidental, que reclaman trabajo, mejores salarios y niveles superiores de seguridad, están rechazando al establishment. No sin falta de razones, aunque el camino elegido pueda conducirnos a situaciones peores.

Intentar predecir qué va a suceder con la economía, estadounidense y mundial es, en el momento presente, un ejercicio de voluntarismo, carente de bases sólidas. Donald Trump no es un político al uso (de ello ha presumido y, sin duda, le ha favorecido para sus victorias, tanto en las primarias republicanas como en las presidenciales) ni tiene un programa económico claro y coherente ni, en el momento de escribir estas líneas, sabemos quiénes van a ser los pilares de su gabinete en lo que a la política económica se refiere. Por eso, hay muchos analistas que manifiestan estar convencidos de que Trump no cumplirá lo que ha dicho. Pero no sería de extrañar que sí lo hiciera; no debemos confundir nuestros deseos con la realidad. Por ello, voy a intentar analizar algunas de sus promesas económicas (parcialmente incoherentes entre sí), todas ellas presididas por el peligroso mensaje de «América primero».

Trump ha prometido revisar todos los tratados comerciales que tiene firmados, o que está negociando, EEUU para proteger mejor a la industria local, que se ha visto muy dañada, puesto que los mismos, según él, aceleraron el desempleo y la desindutrialización. Su intención, según ha venido declarando es renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), firmado en 1992 con Canadá y México, retirarse de la Asociación Transpacífico (TPP), suscrita por Obama a principios de este año, con otros doce países, asiáticos y americanos, y que está pendiente de ratificar por algunos de ellos, o suspender las negociaciones con la UE para la posible firma del TTIP. Además, ha amenazado con incrementar notablemente los aranceles a las importaciones chinas, e incluso con, llegado el caso, abandonar la Organización Mundial del Comercio.

En la práctica no va a resultar tan sencillo hacer lo que ha dicho en materia de libre comercio y, además, cada paso que dé en esa dirección, probablemente termine por perjudicar más a EE UU y al mundo. En modo alguno le conviene entablar una guerra comercial con, por ejemplo, China; por una parte produciría un efecto muy nocivo sobre los precios, provocando inflación, y por otro animaría a China a adoptar, en contrapartida, medidas de castigo a EE UU; pensemos, por ejemplo, que China es el principal comprador de bonos del Tesoro estadounidense, financiando así el déficit exterior de su economía. Un regreso al proteccionismo sería nefasto para el mundo y podría desencadenar consecuencias políticas potencialmente desestabilizadoras de la paz mundial.

Trump también ha prometido desarrollar un amplio programa de inversiones públicas, de corte claramente keynesiano, lo que, obviamente, contrasta con la ideología del partido republicano, que defiende que, cuanto menos Estado, mejor. Sin lugar a duda, un buen plan de infraestructuras impulsaría el PIB y el empleo. Ahora bien, si combinamos esta propuesta de aumento del gasto público, con las promesas de recortar los impuestos, para los tramos más altos en la renta de las personas físicas, y para las empresas, podemos encontrarnos con un indeseable aumento del ya elevado déficit público y, consiguientemente, del endeudamiento. A este respecto cabe recordar que el partido republicano, tradicionalmente, ha sido partidario de establecer duros límites al aumento del endeudamiento. Confiar a la curva de Laffer un incremento de la recaudación fiscal, por el aumento de la actividad generada por la reducción de los impuestos, que daría lugar a un aumento del consumo y de la inversión privada, como ya hizo Reagan, es un ejercicio baldío, destinado al fracaso.

En consecuencia, el cóctel consistente en incrementar el gasto, al tiempo que se reducen los tipos impositivos, solamente genera incertidumbre y aumenta las expectativas de inflación. Quizá por ello, el mercado de bonos, a nivel mundial, está reaccionando descontando mayores riesgos de inflación y de inestabilidad financiera, lo que va a poner a prueba la credibilidad e independencia de los principales bancos centrales, desde la Fed hasta el Banco de Japón, pasando por el BCE. De momento, hemos asistido, en los últimos días, a una venta masiva de bonos, lo que ha elevado los tipos de interés de la deuda pública, no sólo de la estadounidense, sino también de valores tan apreciados como el bund alemán, por no señalar a la de los países considerados periféricos. En ese sentido, cabe señalar que de consolidarse esa tendencia, la economía española puede verse muy negativamente afectada, dado el elevado nivel de deuda pública acumulada, que supera el 100% del PIB, lo que, hasta ahora, no se ha convertido en un lastre presupuestario demasiado pesado, gracias a las compras masivas de deuda por parte del BCE, que ha situado los tipos de interés en mínimos históricos. Pero un aumento de los tipos incrementaría el coste del servicio de la deuda a niveles difícilmente compatibles con nuestros objetivos de reducción del déficit.

Otro aspecto de las promesas económicas de Trump me parece particularmente preocupante. El presidente electo ha venido diciendo que piensa abandonar el pacto global contra el cambio climático. Las petroleras están frotándose las manos ante la más que probable reducción de las ayudas para el fomento de las energías alternativas y por el renacimiento de las actividades de prospección. El próximo presidente de EE UU es de los que niega la evidencia del cambio climático, y un paso atrás en esta materia puede ser dramático para el planeta.

No conviene adelantar acontecimientos, ya que, «por sus obras les conoceréis», pero no cabe ser demasiado optimista. Es lo que nos faltaba. Y el próximo año hay elecciones en Francia, Alemania y Holanda: cuerpo a tierra.