Ay, amigos, todo esto de la pobreza energética, lo de la anciana que ha muerto quemada por alumbrarse con velas porque le habían cortado la luz, me retrotrae a mi más tierna infancia. Aquellos tiempos que parecía que nunca volverían y que están aquí, tan cerca de nosotros, aunque no los veamos porque ahora, por más que la crisis nos haya bajado los humos a muchos, algunos todavía podemos vivir bien, disponer de lo necesario e incluso de algo de lo superfluo.

Y es que, cuando era un crío, yo y tantos otros, la inmensa mayoría de los españoles, vivíamos como lo hacen ahora esos cinco millones de nuestros compatriotas que no pueden ni siquiera enchufar un radiador para protegerse del frío. Me refiero fundamentalmente a los que estábamos en las ciudades, que lo pasábamos mucho peor que los que tenían sus hogares en el campo o en los pueblos pequeños. En aquellos tiempos de la posguerra civil, los habitantes del mundo rural tenían gallinas que ponían huevos, algún pequeño trozo de tierra donde cultivar unas patatas, unas hortalizas, o criar animales, conejos, pollos, un cerdo, y ser autosuficientes a la hora de comer. Incluso para calentarse en los fríos días de invierno, solían tener un hogar y leña. Les faltaban muchas cosas, había miseria, pero podían al menos comer y calentarse.

Sin embargo, en las ciudades, la gente pobre -más del 80% de la población- disponíamos solo de lo que se podía comprar con dinero, y nuestros padres ganaban muy poco por más que trabajaran horas y horas en sus oficios. A la hora de alimentarte, en el mejor de los casos, tenías un desayuno, una comida y una cena, y hasta quizás una merienda de pan con aceite y azúcar, pero pocos se levantaban de la mesa sin ganas de comer algo más. En invierno, como vivíamos en casas muy viejas y destartaladas, el frío se colaba por las ventanas que no cerraban bien, si es que no se había roto un cristal y se había cubierto el hueco con un trozo de cartón hasta que se pudiera poner uno nuevo, gasto que no sería posible hacer hasta que las circunstancias lo permitieran.

Cuando hacía frío, donde mejor se estaba era en la cama porque ahí te encontrabas caliente, con las mantas y el abrigo que nunca estaba en un armario, sino extendido sobre la cama para conseguir más calor. En mi familia, los tres hijos mayores éramos muy aficionados a la lectura desde que éramos unos críos y conseguíamos libros alquilándolos, cambiando novelas en los kioscos, o por el préstamo de alguien que los tuviera. Yo me leí la biblioteca de mi colegio completa cuando apenas tenía trece años. Los primeros, Julio Verne, Cervantes, Stevenson, los conseguí allí. Me los dejaban llevar a casa y allí se los pasaba a mis hermanos. Leíamos por la noche en la cama, y mi madre continuamente nos decía: «Hijos, apagad ya la luz, que luego viene el recibo y no tendré suficiente para pagarlo. Que a la señora María se la han cortado. A ver si nos va a pasar a nosotros lo mismo». Ya ven, pobreza energética por todos lados.

Pero uno se pensaba que eso ya no volvería a ocurrir nunca. Parecía que vivíamos unos tiempos en los que era imposible que tal cosa ocurriera. Al principio de la democracia, en los ayuntamientos había un concejal de Servicios Sociales. Allí acudían los ciudadanos necesitados que tenían problemas serios de este tipo. Yo he visto funcionar a esos concejales. Sacaban dinero de debajo de las piedras de sus presupuestos para solucionar problemas urgentes. Yo he visto a uno de ellos llegar al despacho de un alcalde y decirle: «Tengo una madre de ocho hijos que se le ha roto la lavadora y no puede comprarse una; dime de dónde saco el dinero, pero dímelo ya». Y encontraban cómo hacerlo, aunque fuese pagando con el dinero de su propio sueldo (sí, con su propio sueldo, ¿les doy nombres?).

Ahora las cosas no funcionan igual. En el caso de la anciana quemada en Reus, el ayuntamiento le echa la culpa a la empresa y la empresa al ayuntamiento. Para los que vivimos lo que arriba les cuento, esto es como si volvieran aquellos tiempos, y se nos ponen los pelos de punta. Alumbrándose con velas porque le habían cortado la luz por falta de dinero para pagarla. Qué horror, oiga. Si parecen cosas de los años cincuenta.