Normalmente suelo 'picar' esta columna los jueves a primera hora del día cuando todavía los murcianos duermen, no es ni de noche ni de día, y la ciudad es sólo para mí. Sin embargo, esta semana por motivos profesionales, he tenido que dejar el folio en blanco hasta el último momento. Por fortuna el tema lo tenía claro y cerrado, el acoso escolar. Llevaba tiempo queriendo escribir para opinar sobre este tema y esta mañana con el primer café y las primeras noticias de la jornada, los periodistas al frente del Telediario me daban los 'buenos' días con las últimas novedades sobre este hecho: en Alicante cuatro jóvenes han sido detenidos por acosar, por activa y por pasiva, a una compañera de clase.

No he podido evitar acordarme de Carla Díaz Magnien, la adolescente asturiana que se suicidó, hace ahora tres años, desesperada por el continuo acoso al que la tenían sometida dos compañeras de clase.

Me he preguntado entonces qué puede llevar a una niña de 14 años a tomar una decisión tan contundente y drástica como es quitarse la vida saltando al vacío del Cantábrico y acabar en unos instantes con todo de un plumazo, dejando atrás todas las cosas buenas, que aunque ella pensara que no, le quedaban por delante.

Imagino que la desesperación y el paradójico instinto de supervivencia fueron los motores que la impulsaron a tomar la última resolución de su corta vida que para ella ya no admitía discusión. No podía más y la muerte, al final, venció a las ganas de ser y existir que se supone tiene cualquier chica de su edad con todo un mundo por delante que disfrutar y que vivir.

Me angustia pensar en todas las noches que pasaría en vela preguntándose por qué no la aceptaban, qué era lo que hacía mal, por qué no hablaba el mismo idioma que el resto y no poder comprender, por más que se esforzara en entenderlo, cómo despertaba ese odio acérrimo en sus compañeras de clase.

La intuyo incómoda y cansada, respondiendo con evasivas a las preguntas de sus padres sobre cómo le había ido el día en el colegio, lidiando con días insondables, donde lo más importante para ella era llegar 'entera' a los fines de semana.

Es triste, duro y perverso, pero la realidad es que existen cientos de Carlas por el mundo, niños, niñas y jóvenes que jamás han tenido un amigo y que al contrario que cualquier criatura de su edad, que comienzan la mañana con esplendor y alegría despidiéndose de sus padres en las puertas del colegio con sonrisas radiantes, comienzan la jornada sufriendo e incluso sudando ante la crudeza y el espanto de las humillaciones y burlas que tienen por delante, terminando sus días, abatidos y desganados, con los ojos llorosos, los párpados hinchados, la nariz colorada y la piel quemada de tanto llorar.

Es obvio que cualquier persona con un mínimo de humanidad y sensibilidad siente una profunda compasión por los niños y las niñas que sabemos existen, o existían como Carla, y por los padres de éstos que catalogan el asunto como tonterías e imaginaciones para restar importancia al asunto y de paso soportar el dolor de saber que sus hijos a lo largo de todo el día están solos sin que ellos puedan hacer nada por evitarlo; sin embargo y al mismo tiempo, tampoco se quedan atrás mis sentimientos de conmiseración y lástima con los padres de esos niños y niñas hijos de puta que se deleitan haciendo el mal y procurando un sufrimiento insufrible a las Carlas que no son como ellos.

Estaría bien que existiera un antídoto o un brebaje de la felicidad que garantizara a todos los niños pasar por esa etapa de la vida sin toparse con la cara más ruin y miserable de la gente baja.