C uando a los plebeyos romanos no les gustaba el rumbo que llevaban las cosas de la ciudad dirigida por los senadores, siempre tenían un último recurso. Era la secesión de la plebe, lo que implicaba la huelga de brazos caídos, la negativa a enrolarse en el ejército, la amenaza de irse de la ciudad de las siete colinas y fundar una nueva en otro sitio. No sabemos cuántas secesiones hubo en realidad, pero sabemos que en la del 287 a. C. se dotó al concilio de la plebe con la capacidad de legislar mediante un plebiscito. La historia constitucional romana es compleja y divertida, pero la práctica de la secesión de la plebe determinó de forma poderosa su sentido. Hay que recordar que a una de ellas, la del 494 a.C., debemos la existencia de los tribunos, que también tenían capacidad de veto. Otra, la del 449 a.C., fue conocida por Weber como la mayor revolución liberal de la historia impulsada por quienes iban a ser los más perjudicados por ella. En efecto, se aprobaron las leyes escritas conocidas como las XII Tablas, que promovieron la liberación de la propiedad que, con el tiempo, arruinaría a las clases populares.

Este inicio, que puede parecer pedante y erudito, se debe a que si no comprendemos la historia de Roma, no entenderemos el camino de los imperios del presente. La lógica de las potencias imperiales viene siempre marcada por la historia romana. Sólo así se entiende que dos potencias como EE UU y Reino Unido hayan puesto sus relojes al compás y hayan movilizado a su gente para asentar una revolución que va en contra de sus intereses. Esto no es sorprendente en la Historia. Ha ocurrido muchas veces. Una decisión plebiscitaria aprueba medidas que va contra sus propios intereses, pero lo hace con la satisfacción de que ella lo ha decidido, y no un destino desconocido. Este es el argumento más poderoso que conozco contra la teoría económica de la democracia, con esas zarandajas de que la gente sólo vota con el bolsillo. La gente a veces vota, como en la vieja Roma, sencillamente para darle la patada en el culo a las elites senatoriales.

Por supuesto que esa patada siempre acaba siendo administrada en beneficio de otros elementos senatoriales. En los sistemas presidencialistas, por sí mismos plebiscitarios, la patada suele elevar al poder a un tribuno capaz de presentarse como plebeyo él mismo. Al votarlo, el moderno concilio de la plebe suele identificar a un representante arquetípico de sí mismo y suele darse el gustazo de elevar al poder a un tótem propio, y no a un relamido y refinado intelectual, con la finalidad de que por lo menos pase algo gordo.

Estos ejemplos de la Historia muestran lo equivocado de muchos análisis dedicados a Donald Trump. Todos se centran en su figura y eso encierra poco misterio. El motivo fundamental del éxito de Trump es la equivocación demócrata de presentar a Hillary Clinton. Ahí deberían centrarse los análisis. Pues la verdad es que si hay una persona representativa de la clase senatorial, esa es Clinton. Ante todo, por una inclinación que los senadores romanos demostraron de forma insuperable: la codicia. Luego, por la utilización de la res publica para aumentar su patrimonio privado. Los correos filtrados por el FBI, y antes por Julian Assange, no son importantes porque violen la seguridad de Estados Unidos, sino porque muestran los precios que la antigua secretaria de Estado cobraba por una visita. Esos correos mostraban las relaciones privilegiadas con las monarquías del Golfo. Por supuesto, reflejaban el cinismo y el doble juego, la marca de la casa de todas las élites senatoriales. A esto hay que añadir lo que más odiaba la plebe romana, el intento de configurar una presidencia patrimonial y hereditaria, casi una monarquía.

En estas condiciones, no hay que explicar demasiado que muchos americanos no hayan entrado al chantaje final de la clase senatorial: o nosotros, que sabemos cómo llevar esto, o el caos Trump. En sociedades como la americana, en la que la peor pesadilla es el aburrimiento, el chantaje senatorial es poco exitoso. Eso explica que el presidente Barack Obama acabe su mandato con máxima popularidad y que Clinton haya perdido. Con el paro por debajo del 5 %, era fácil suponer que el valor de la continuidad sería central. No lo fue. El valor específicamente político ha sido lo decisivo. Y político aquí significa una plena identificación del imaginario ideal de Trump con la gente menuda americana. Claro que Trump es millonario. Pero goza de la rudeza del ciudadano pobre, tiene el mismo gusto que cualquier nuevo rico, el mismo lenguaje de las barras de los peores bares y dice ser un americano hecho a sí mismo. Al parecer, un tipo así no desagrada a casi el 50 % de las mujeres americanas blancas.

Pero no olvidemos lo fundamental. Todo tribuno está obligado a jugar a la política con la clase senatorial. Trump también lo hará, desde luego. Y nadie como esta clase ha sabido reorientar las decisiones plebiscitarias hacia la defensa de sus verdaderos intereses. Y esta es mi hipótesis: la revolución conservadora que inauguró Ronald Reagan ha quedado sin constitucionalizar. Los Bush no lograron hacerlo. No reunieron jamás los tres poderes en su mano para implementar que toda una serie de medidas pasaran a la Constitución. Una parte del Partido Republicano, desolado por esta incapacidad de la élite tradicional propia, se entregó a la formación del Tea Party, un grupo de fundamentalistas cristianos, enemigos acérrimos del poder del Estado, paradójicamente militaristas y con poderosos intereses vinculados a la industria del armamento. Ninguno de los candidatos que propuso el Tea Party tuvo nunca atractivo. En realidad, apenas podemos pensar algo menos atractivo para un electorado que un tipo humano de rostro tan amargado que sólo le falta enseñar el cilicio.

Y aquí es donde la astucia de la razón conectará dos cosas que no estaban destinadas a entenderse: a un Trump parlero, sobón, mentiroso, insidioso, violento, excéntrico, un Demetrio impostor, y al conjunto de intereses que se concitó en el Tea Party, con su moral estrecha, su puritanismo, su fundamentalismo liberal y su militarismo imperial. Y he aquí que, de repente, cuando menos lo esperaba, ese grupo estará en condiciones de lograr la constitucionalización de la revolución conservadora, que mantendrá la pasión de las armas, los crucifijos en las escuelas, el inglés como idioma oficial, y cosas así. Las primeras aproximaciones para el nombramiento de los altos cargos de Trump no indican otra cosa. Los que tienen más oportunidades son los viejos radicales cercanos al Tea Party, a la industria del armamento, a los amantes de la mano dura en las intervenciones militares, pero naturalmente también a los financieros de las instituciones que están en el origen de la crisis de 2008. En suma, que Trump y el Tea Party están condenados a entenderse, como lo están los aspirantes a las revoluciones conservadoras de Europa. Claro que Trump impondrá sus condiciones. Pero como cualquier recién llegado a la clase senatorial, estas condiciones presentarán una lógica que sus pares comprenderán y aceptarán de inmediato: el patrimonialismo. Y así hijos, primos, hermanos, yernos de Trump, todos serán parte activa de la nueva Administración. De este modo se dará lo peor: Trump con un programa detrás y una élite sin escrúpulos decidida a llevarlo a cabo, incluso pactando con él.

Y de este modo, como hace más de dos milenios y medio, las clases populares mediante referéndum apoyarán una revolución liberal en contra de sus propios intereses. Todo a cambio del gustazo de echar a los que intentaron fundar una presidencia hereditaria cuasi monárquica. Pero no deben engañarse: el senado elitista, como la banca, siempre gana. Por lo menos mientras dure el imperio.