Desde Kennedy que no se recuerdan unas elecciones norteamericanas tan reñidas. Las de Bush junior y el soso Gore lo fueron numéricamente pero no tanto en lo emocional e ideológico. Estas de ahora entre la primera candidata femenina y una especie de populista contrasistema han sido más o menos apretadas pero dejan, también, un reguero de pasiones y enfrentamientos durísimos que hacen predecir a algunos analistas una fractura social muy peligrosa. De todos los tensos momentos de la larga campaña me quedo con la cena de los empresarios de Nueva York, en la que Donald Trump, frente a las cámaras de televisión, le espetó a Hillary Clinton en un tono ciertamente agresivo y delante de la élite neoyorquina vestida de smoking y su arzobispo católico: «She is a corrupt!».

A estas alturas, sin embargo, ya deben saber que Trump ha moderado su retórica inflamable y que se apuesta por un mandato más ordenado de lo previsto a tenor de los mensajes en campaña. Su misoginia y xenofobia no se saldrán de madre, ni su altivo aislacionismo militar, ni puede que su anunciado regreso al proteccionismo económico. Trump, por lo que se vislumbra a las pocas horas de las votaciones, está conformando un equipo de clásicos halcones del Partido Republicano „donde al parecer no estaba tan repudiado„ y unos cuantos amigos del ámbito empresarial, mayormente multimillonarios, con los que poner en marcha un programa tipo Dale Carnegie „el primer autor de grandes best-sellers de autoayuda para el comercio: Cómo hacerse rico en cuatro años y ganar amigos.

Mientras tanto, Europa no sale de su estupor. Pero conviene no analizar a Estados Unidos bajo la óptica de la política europea, por más que la izquierda ya prepara los sacos terreros para la defensa de sus posiciones ante la agresividad del nuevo mandamás mundial y la extrema derecha, de Marie Le Pen a Farage y el húngaro Orban, le estén dando la bienvenida como si fuera uno de los suyos. Error.

El universo americano es complejo y diverso. El armazón ideológico europeo se revela muy reduccionista para examinar a EE UU. Baste saber que el pasado 8 de noviembre los norteamericanos inscritos votaron por el presidente de la nación y por otros muchos cargos políticos, pero también aprobaron la despenalización de la marihuana para uso lúdico en los estados de California, Nevada y Masachusetts, y en la misma California preguntaron si los actores del cine porno debían ser obligados a usar preservativo (propuesta rechazada por el 54 %), o si se prohibían las bolsas de plástico en los supermercados (aprobada por el 51%, al igual que en Hawai). Las crónicas indican que, además, la victoria del magnate neoyorquino ha provocado una emergencia en la progresista California del movimiento favorable a la convocatoria de un referéndum proindependencia, el llamado calexit.

No se acaba el mundo con la elección del maléfico Trump. De hecho hay quien piensa que la victoria de un personaje tan heterodoxo para las convenciones políticas democráticas puede funcionar como una buena vacuna contra las enfermedades del neoliberalismo. Trump ha puesto sobre el tapete la existencia de un amplio sector de perdedores en esta nueva era postindustrial y altamente tecnológica que estamos viviendo. A Trump le ha seguido la wasp trash „los protestantes blancos desclasados„ pero también los obreros cualificados de la zona industrial de los grandes lagos que han visto palidecer los complejos fabriles tradicionales, e incluso muchos latinos integrados que comulgan con el endurecimiento de los controles migratorios para que no sigan llegando hispanos al paraíso gringo.

La tropa trumpista comparte pulsiones con muchos otros excluidos en un mundo que se está reorganizando con la globalización y, en muchas ocasiones, de modo dramático. El sistema no puede seguir así, y Hillary Clinton venía a representar una idea en exceso continuista. Los partidos políticos, las multinacionales, los organismos internacionales, hasta los finos analistas e intelectuales que alimentan think tanks están obligados a pensar lo que está sucediendo y a proponer reformas antes de que el grito de los orillados haga tambalear el frágil armazón de las sociedades abiertas por la democracia y la participación popular.

Trump pone a prueba al mundo pero, sobre todo, pone a prueba la poderosa democracia norteamericana: una arquitectura institucional de contrapesos, por más que Trump cuente ahora con mayorías en las dos cámaras, en el que cada congresista, cada senador, es un mundo y tiene autonomía suficiente para decisiones propias. La misma historia del Partido Republicano así lo atestigua, pues fue dicho partido el que aupó a Abraham Lincoln a la presidencia para abolir la esclavitud o eligió a políticos del fuste de Theodore Roosevelt, otro de los cuatro que están esculpidos en el Monte Rushmore.

Lo que hasta la fecha ha redimido a América es, precisamente, su historia. Las naciones son construcciones sentimentales que se basan en mitos y leyendas fundacionales, y los americanos se construyen sobre el relato de la libertad y la revolución, la igualdad de oportunidades y el legado de intelectuales gigantes como Thomas Jefferson o John Quincy Adams. Justo el biznieto de este último escribió un maravilloso libro para entender el alma política americana: La educación de Henry Adams, editado en castellano por Alba. Siguiendo a Benjamin Franklin, Henry Adams cree que estudiar en Harvard produce tal grado de equilibrio en la personalidad que termina por crear individuos con un excesivo dominio de sí mismos. ¿Les suena Barack Obama a algo de esto? Lo contrario del nuevo personaje traído a la política desde una egolatría desbordada por los shows de televisión, digo de Trump. Hijo de la sociedad catódica.