Nuestro hombre se levantó a una hora desacostumbrada. Un narrador clásico diría que a continuación encendió la radio. Pero la radio es una aplicación del móvil, así que no encendió nada, dado que el móvil ya estaba encendido. La última vez que apagó el móvil fue hace dos años. Para ir al cine. Disfrutó tanto de la película sin pensar en otra cosa y sin mirar el móvil „y se le pasó tan rápido el tiempo„ que le da miedo repetir la experiencia, no vaya a ser que repetir la experiencia no le aporte tanto disfrute. No vaya a ser que el tiempo se le pase rápido y no pueda emplearlo en mirar el móvil. Bueno, el caso es que salió un locutor hablando del triunfo de Trump. Nuestro hombre escuchó con atención todo el tiempo que era capaz de escuchar con atención algo: unos seis minutos. Pero ya tenía una conclusión. Quitó el dedo de la aplicación radio y se fue a la de Twitter. Leyó 43 tuits. Uno estaba en blanco, dos eran retruécanos, uno pedía una felación, cinco eran frases de la Biblia, uno era de un cantante melódico que se había venido arriba y dos eran de políticos justificando lo honrado de haber vendido un piso de dos metros cuadrados por medio millón de euros a un niño con las facultades mentales mermadas. El resto eran sobre las elecciones en USA. Ratificó su conclusión, sobre todo con dos de ellos. Miró titulares. Le llamó especialmente la atención uno: el que coincidía con su conclusión. Leyó luego dos columnas de opinión a medias y otra entera, la de su columnero habitual, hoy algo espeso, unos tres minutos de lectura tras los que contrajo dolor de cabeza.

El verbo contraer le pega más a las enfermedades o males graves y no tanto al dolor de cabeza, que más bien se coge o pilla, pero somos amantes de (las digresiones) y de la nunca bien ponderada innovación del lenguaje, una de las obligaciones morales de cualquier practicante de la escritura, e incluso de los pacientes de jaqueca y de los instructores de gimnasia moderna.

Nuestro hombre tenía tan asentada su conclusión que decidió sentarse él mismo también, dado que una vez fuera de la cama resulta más placentero tomar el café no de pie. Se vistió y salió a la calle con su conclusión. Pesaba un poco. Las conclusiones sólidas siempre pesan. Las ligeras las puedes llevar en el bolsillo de atrás del pantalón o incluso en el de delante, mezcladas con las llaves y las monedas. Pero las conclusiones sólidas o te las echas al hombro o las metes en un bolso grande o te la dejas en casa. Lo primero que hizo fue ofrecer su conclusión al frutero, que la rechazó con desgana. A los fruteros hay muchas cosas que les importan un pimiento, cuando lo suyo es que le importen una naranja o una manzana. El pescadero sí la quiso, pero a nuestro hombre le dio pena dejarla allí a cambio de un lenguado, así que volvió a cargar con ella y acudió al sitio habitual donde tomaba el aperitivo. Pidió un vermú, unas aceitunas negras y una conclusión.

El vermú era de grifo, las aceitunas pequeñas y la conclusión debía llevar en la despensa un par de días; se veía discutida, con la salsa algo seca; era una conclusión de esas industriales, no casera, fabricada a mansalva para un consumo rápido, sin el cariño de lo casero. Reprendió amigablemente al camarero y sacó su conclusión a la vista de todos. Ni el lotero se atrevió a discutirla. «Es redonda, imbatible», dijo admirado y con ese rictus de placer que pone cuando vende un décimo. Ofrécela a La Sexta, dijo uno. No, a la Ser, dijo otro. Véndela, añadió el camarero. Nuestro hombre no siguió escuchando. Le dolía la glándula de la atención de escuchar tanto. Y decidió marcharse. Concluido. Sólo tenía ganas de mirar el móvil a oscuras.