A los amigos médicos les pedimos consejo cuando tenemos tos. Un mecánico nos responderá solícito sobre qué opina acerca de tal o cual coche nuevo. Los profesores de Literatura no solemos ser receptores de este tipo de preguntas profesionales porque, seamos sinceros, al común de los mortales le preocupa más la naturaleza del bulto que le ha salido en el cuello o qué automóvil es más seguro, que la opinión del experto sobre la última novela póstuma de Roberto Bolaño. Por eso me extrañó que el otro día un buen alumno de Bachillerato me preguntase sobre qué me parecía la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan.

Yo le respondí a Olaf, que así se llama mi muchacho, que al galardón hay que valorarlo en su justa medida. Porque el Nobel no deja de ser un reconocimiento otorgado por el órgano colegiado de un país concreto, en este caso la Academia Sueca, y no por ninguna institución supranacional que le preste una pátina de premio de categoría mundial. Y del mismo modo que los Oscar no reconocen a los mejores trabajos de cine en sentido abstracto, sino según el criterio de los académicos estadounidenses, los Nobel representan únicamente el peculiar discernimiento de los académicos suecos.

A Suecia hay que admirarla, qué duda cabe. Es el único país europeo (exceptuando Suiza, claro) que ha permanecido en perpetua paz desde la derrota de Napoleón. Su secular e ininterrumpida democracia es ejemplar, y pueden sentar cátedra de civismo y progreso. Pero aceptemos que las aportaciones de la ciencia y la cultura suecas a la Humanidad (más allá de Abba, Ikea y Pippi Calzaslargas, con permiso de Strindberg) no convierten a los académicos escandinavos en el Faro de Alejandría, ni elevan sus juicios y dictámenes a la hora de otorgar los Nobel a la categoría de premios universales, sino meramente nacionales.

Y precisamente desde la perspectiva sueca hay que verlos. Los de Literatura especialmente. Y el de Dylan también, por supuesto. En nombre del 'poderoso ideal' que debe impulsar la creación de los galardonados, según el testamento de Alfred Nobel, se han quedado sin el premio colosos literarios como Ezra Pound, Jorge Luis Borges o Céline (Faulkner no, curiosamente), todos ellos colosos también del pensamiento reaccionario o políticamente incorrecto. Y en nombre de tal ideal han sido reconocidas figuras mucho más discretas, cuando no casi ignotas, o en el caso de Dylan, de cuestionable valía poética.

Como músico, Dylan me aburre e incluso me desagrada, con su voz cada vez más caprina. Como poeta me parece discreto, simplemente. Pero como son los criterios suecos los que otorgan este premio sueco, lo que yo opine está de más. Y el Nobel, insisto, es un premio nacional, no mundial. Como tal, tiene su propia idiosincrasia ideológica, que ha tolerado el fervor estalinista de Neruda o las oscuras e incómodas simpatías íntimas de García Márquez, porque todo premio literario está orientado por su personal inmanencia. Detrás de los Nobel está la interpretación que los académicos suecos hacen del 'poderoso ideal' del que habló el fundador, como detrás de los otorgados por las editoriales están sus intereses comerciales, y los espectadores debemos contemplarlos desde fuera, sin sacralizarlos ni sobredimensionarlos como si los hubiese bajado Charlton Heston del Sinaí grabados en una tabla de piedra. Porque según los criterios que hoy maneja la Academia Sueca, posiblemente Dylan es un excelente y justo Nobel, y las polémicas y el rasgado de vestiduras están de más. Muchas felicidades, pues, señor Zimmerman.