Desde que volví de las vacaciones he ido en menos de dos meses a cuatro bodas. La última fue el sábado pasado. Era de una compañera del colegio a la que conozco desde los cinco años, una amiga de las de toda la vida como se suele decir. Me lo pasé muy bien y me alegré sinceramente por la felicidad de los novios.

La pareja se conoció en mi boda así que inevitablemente el enlace me hizo echar la vista cuatro años atrás y recordar el día de la mía. Recuerdo que fue divertida y que me lo pasé muy bien, pero si pudiera retroceder en el tiempo y hacer las cosas de otra manera estoy segura de que no volvería a hacerlas como las hice.

Que quede claro que no me arrepiento; me casaría las veces que hiciesen falta con mi marido, pero la celebración no sería la misma, desde luego. Me superó. El vestido, la lista de los invitados, la elección de las flores y de la música, y un largo etcétera de 'pequeños' detalles y actuaciones y demostraciones de afecto que toda pareja de novios que se precie deben hacer fueron demasiado para mí. No estaba preparada para ese tipo de teatrillo en que por unas horas me vi obligada a convertirme en una actriz. Para mí no supuso ningún tipo de culminación de los días felices que habíamos vivido y que estaban por venir ni la 'llegada' al punto más elevado de nuestra relación. De no haberla celebrado de ese modo, estoy convencida de que los días felices habrían llegado exactamente igual. La felicidad de un matrimonio o la unión de dos personas para nada está relacionada con un día que implica altas dosis de concentración, organización, ajetreo y mucho dinero.

A la mañana siguiente todo era lo mismo que el día anterior, exactamente igual. No me sentí cambiada, especial o abatida porque el 'gran día hubiera terminado', sino aliviada de que ese 'viaje' largo y complicado que implica demasiada agitación hubiese llegado a puerto. Sé que es una opinión impopular o políticamente incorrecta, y no quiero que mis pensamientos suenen al lector como verdades absolutas, pero normalmente los días más felices de nuestras vidas, no pasan por un acto público carísimo preparado al milímetro. Al contrario, un día verdaderamente feliz se da de improviso. Llega como un sobresalto, sin avisar, cuando y donde menos te los esperas.

Si existiera una máquina que permitiera viajar al pasado y cambiar todo aquello que no nos gustó o que hicimos mal, sin ninguna duda, cambiaría de punta a punta el día de mi boda. Ahora, un día cualquiera de la semana, tomaría un avión rumbo a la ciudad eterna y al igual que hizo el escritor Gay Talese con su mujer me casaría en una iglesia romana pequeña y recóndita con dos perfectos extraños como testigos. Después, supongo que me gustaría dejarme caer por una pizzería clásica de la ciudad, cuanto más cutre, antigua y pequeña mejor, y celebrar sola con mi recién estrenado marido un día para recordar, cargado de significado y de promesas que merecen la pena.

El folclore, los torrentes de lágrimas, los bailes de salón, los discursos de emociones transcritas con meses de antelación y las poses para las fotografías entre otras cosas, se las dejo a todos aquellos que si por ellos fuera se casarían por lo menos una vez al año y que disfrutaron de su gran día con la misma emoción e ilusión que una niña con zapatos nuevos.

Respeto mucho a este tipo de parejas y me lo pasé en grande en todas y cada una de sus bodas, pero yo no sé por qué, sigo prefiriendo los giros inesperados de las situaciones, los momentos improvisados que como las mejores risas que he pegado en mi vida han llegado de la mano de la sorpresa y sin avisar.