Hoy podría hablar del Congreso Federal del PSOE del que saldrá (tras una pesada digestión que acaba de empezar pero que no se sabe cuándo finalizará, los precedentes en este partido no son nada halagüeños) la abstención del Grupo Parlamentario Socialista que permitirá a Mariano Rajoy ser presidente e iniciar la XII Legislatura, a la que auguro poco tiempo y que se convertirá, ojalá me equivoque, en la precampaña electoral más larga de la historia de la democracia. También podría escribir hoy de la soberbia posibilidad que nos va a brindar nuestro próximo Gobierno para seguir trabajando hasta que fallezcamos merced a la posibilidad de compatibilizar el cobro del 100% de la pensión de jubilación con la nómina o el salario que podríamos percibir con una ocupación. Esta decisión me da escalofríos y hace que me ponga en guardia ante el futuro que nos están preparando cuando no puedan pagar nuestro retiro. Incluso, hoy podría extenderme sobre la subida de impuestos que debe estar ya perfilada en el ministerio de Hacienda para cumplir con la exigencias que la Unión Europea ha remitido ya a nuestro Gobierno en funciones y que este, ya como Ejecutivo en firme, aplicará en breve, ya verán en las próximas semanas.

Sin embargo, ante toda la vorágine que nos sacude a diario conviene hacer de vez en cuando una pausa para reflexionar sobre un pequeño detalle, sobre un leve resquicio por el que se cuele algo de cordura que nos sitúe en otro plano de la realidad que a veces no tiene que ver con el que trasladamos los medios de comunicación. El salón de actos de la Fundación Caja Mediterráneo acogía, por iniciativa de este diario, el estreno del documental ´La niña del gancho´, realizado por la productora catalana Ochichornia, dirigida por Raquel Barrera y protagonizada por la lorquina Encarna Hernández. Todos los presentes salimos con la misma sensación de haber asistido a una proyección muy especial, distinta, de indisimulado orgullo por compartir el lugar de nacimiento con alguien cuya grandeza está, precisamente, en su modestia bien entendida.

Divertida, emotiva, hilarante en algunas escenas, Encarna pudo decir, a modo de saludo previo a la proyección, y sin que le temblara la voz, ni resultara alambicado ni siquiera sonara peyorativo o contradictorio: «Viva Murcia y viva Cataluña». Y no ocurrió nada. Fue capaz de demostrar con naturalidad que se puede querer y respetar, ahora que está más de moda odiar y rechazar, a dos comunidades autónomas de España tan distintas y tan parecidas.

Sospecho que el documental seguirá emocionando a unos cuantos (créanme, si tienen la oportunidad, no dejen de ver la película), pero no creo que llegue a todos los rincones de esta Región en los que La niña del gancho debería figurar, obligatoriamente, como una persona que ha aportado a nuestra historia, en este caso deportiva, un legado del que muy pocos pueden presumir.