Si algo me maravilló de mi primera experiencia ´in situ´ de unas elecciones a la presidencia de Estados Unidos fue que el perdedor, al minuto de conocer los resultados de las urnas y salir a la palestra, lo primero que hizo fue aceptarlas y comentar que, desde ese momento, su presidente sería el que hasta entonces había sido su oponente, sin ningún género de dudas.

En aquella ocasión histórica (fue en 2008 y ganó las elecciones Barak Obama, el primer afroamericano en habitar la Casa Blanca), el perdedor, el republicano John McCain, dijo, más o menos, que quería felicitar a Obama por su victoria, «mi presidente». Fue un soplo de aire fresco después de estar acostumbrada a que en nuestro país lo normal era que se echara por tierra al ganador, e incluso que se pidiera su dimisión casi imediata... Todo esto viene a cuento de la última grosería -por decirlo suave- del candidato republicano a la presidencia estadounidense, Donald Trump.

Entre las barbaridades que soltó en el último debate con la demócrata Hillary Clinton, el susodicho dejó en el aire el que fuera a acatar lo que dijeran las urnas en el caso de que él perdiera... Puede que, debido a ser quien es, no debiera sorprenderme. Pero no deja de crearme una desazón por lo bajo que en política también se está cayendo en el país que muchos consideran como la cuna de la democracia, y que ven como un modelo a seguir.