Desde que el hombre es hombre se vio en la necesidad de cazar buscando el sustento. El sedentarismo llegó gracias a la agricultura y a la ganadería, relegando la caza como un pasatiempo de las clases privilegiadas. Reyes y nobles, a lo largo de la historia, se ejercitaron cazando mientras conversaban de los asuntos más peregrinos: temas de Estado, romances, guerras, negocios o traiciones.

Los maravillosos años de la oprobiosa en el siglo pasado, no fueron ajenos a la actividad cinegética. Franco era un gran aficionado a la caza y a la pesca, así que los empresarios de la época competían por la asistencia de los ministros del régimen e incluso del propio caudillo a monterías y puestos de ojeo más relevantes. Perdices, faisanes, ciervos y conejos se convirtieron en blancos deseados en exclusivas jornadas político-festivas. Berlanga supo retratar excepcionalmente el ambiente de los cazadores de fin de semana en las postrimerías del franquismo, en su película La Escopeta Nacional.

En Murcia, hasta hace bien poco se podían ver y escuchar, en miradores y balcones, las jaulas con reclamos, de los aficionados a lo que se dio en llamar deporte cinegético. El nunca olvidado don Juan López Ferrer contribuyó al desarrollo y arraigo de la caza en la región al crear la Sociedad de Cazadores, ubicada hasta hace un decenio en la confluencia de las calles Trapería con Serrano Alcázar, donde se sentaba la sociedad más variopinta en tertulias en las que se hablaba de perros, pájaros, de los puestos y de hazañas de caza fabulosas.

Fue a finales de los años cincuenta, con la llegada del entonces príncipe don Juan Carlos de Borbón y Borbón a la Academia General del Aire, cuando de manera callada, las jornadas de caza adquieren relevancia social debido a la asistencia del que ya se intuía como sucesor de Franco en la jefatura del Estado.

El Aguilucho, La Ballesta y La Dehesa de Campoamor fueron los tres cotos más renombrados de la época. Don Juan Carlos asistía a guateques organizados en su honor en Roda, en la casa del marqués de Rozalejo, junto a compañeros de la Academia y señoritas de la alta sociedad murciana. Pasaba fines de semana en Murcia en casa de los condes de Heredia Espínola (hoy hotel Arco de San Juan), cuyo administrador era don Agustín Virgili Quintanilla y participaba en cacerías junto a mandos y preceptores de la AGA, sobre todo en La Ballesta, propiedad de don Tomás Maestre Zapata, también conocido como El Almirante del Mar Menor, titular de la concesión de La Manga, y cuya finca se encontraba en las inmediaciones del puerto de Rebate. Misas al alba, desayunos a base de migas, tiros de escopeta y charlas interminables al calor de la lumbre no faltaron en la forja del futuro rey Juan Carlos I.

Don Ernesto Andrés-Vázquez, en esos años, comandante jefe del Escuadrón de Alumnos de la Academia, solía acompañar al cadete Borbón en aquellas jornadas en las que El Almirante pronunció a modo de sentencia solemne su célebre frase: «Mientras yo viva, el pie de ningún extranjero hoyará las arenas de La Manga». Andrés Vázquez, ilustre aviador y abogado sería uno de los procuradores en Cortes que hicieron posible el advenimiento de la democracia a España, tras la muerte de Franco.