Más que una epidemia de gordura, parece que nuestra especie esté evolucionando hacia algo parecido al Homo Obesus, de tanto como últimamente se engrosan las cinturas, se abultan las pantorrillas y se inflaman las papadas. ¿Y quiénes son los responsables de este movimiento evolutivo sin precedentes? Sin duda la conjunción de tres tendencias de la modernidad: la proliferación de la comida industrial, el final del trabajo físico y la espectacular entrada de cientos de millones de personas „sobre todo en China„ en las clases medias.

Sería sencillo que la dieta saludable consistiera en el simple consejo del mago Dukan, el de la dieta proteínica: «No comas nada que vendan en una gasolinera». En realidad, el consejo preciso debería ser: «No comas nada que venga ya empaquetado, aunque lo vendan en un supermercado». Porque la industrialización de los alimentos, y su conversión en productos comercializados de forma masiva, hace que éstos compitan por precio y sabor. Lo del precio estaría bien, si no fuera porque lo barato casi nunca resulta ser lo más saludable. Lo del sabor tiene peor pinta, porque la comida sabrosa casi siempre tiene más azúcar, sal o grasas de lo recomendable.

Y el problema de la obesidad no es la estética, ya que siempre existe un roto para un descosido y rara es la chica o el chico obeso que no consigue una pareja que se muera por sus huesos, o por sus grasas en este caso. De hecho, yo siempre fui uno de los gorditos del colegio y llevo toda la vida moviéndome en el límite entre el sobrepeso y la obesidad y nunca me han faltado ofertas sentimentales y de las otras. El problema es la salud, ya que la obesidad generalizada es un pasaporte al aumento de enfermedades como la diabetes tipo 2, los ictus, los infartos o, cuando menos, la pérdida de algunos años de vida. Un sobrepeso también para el sistema sanitario y una desgracia a nivel personal, lo mires por donde lo mires.

La OMS acaba de recomendar como solución que se aumenten los impuestos sobre los productos azucarados un 20%. Consejo que ha contado con la inmediata oposición de los productores de refrescos, de los que también se ha sabido esta semana que habían financiado múltiples estudios „favorables a su causa„ en Universidades, hospitales y grupos de investigación. Lo de los alimentos azucarados camina por la misma senda que el otro gran alimento proscrito, el alcohol. Confiemos, al menos, que no se los combata con las mismas estúpidas políticas prohibicionistas que a la droga.

Otra gran causa de obesidad es el cambio en el régimen del trabajo, desde el esfuerzo físico y constante de la agricultura hasta el más suave o directamente sedentario de los servicios, pasando por la situación intermedia de la industria manufacturera que, como el de la agricultura, va camino de la extinción debido a los procesos de mecanización y, en este caso, robotización. La única forma de combatir el sedentarismo abrumadoramente predominante en las sociedades avanzadas es promoviendo el ejercicio físico de la población, algo que solo se puede conseguir realmente con la extensión e intensidad necesaria durante la infancia. Conclusión que, por otra parte, me retrotrae a mis peores experiencias colegiales.

Finalmente, el progreso económico y la salida de la pobreza extrema de cientos de millones de personas en las dos últimas décadas supone el último gran factor favorable a la democratización del sobrepeso y la obesidad. Y esto no deja de tener su ironía: que una consecuencia de salir del hambre sea caer en la obesidad te indica hasta qué punto nuestra especie está poco adaptada a las tres comidas diarias. ¿Para cuando la pastilla mágica que nos permita saciarnos sin límite y no ganar un gramo de sobrepeso? Eso sí que merecería un premio Nobel de Química.