Yo creo que sí. Sirva esto en relación con el plebiscito colombiano por la paz del pasado 2 de octubre. Yo vivo en la Costa Caribe, zona del país que, al igual que el Sureste español del que procedo, puede pasarse meses sin ver una gota de lluvia para después, en una tarde, verlas todas y algunas más de propina. Lo extraño es que se pase varios días lloviendo sin parar, que baje la temperatura, que incluso haga cierto fresquito. Justo eso sucedió en los días inmediatamente previos al plebiscito y en el propio día de la votación.

Como si el expresidente Uribe (máximo opositor al acuerdo de paz con las FARC) tuviera línea directa tal vez no con Dios (pues su representante en la Tierra, el papa, apostó por el sí), pero sí al menos con Urano, dios de los cielos, o con Tláloc, dios de la lluvia, la zona tal vez más favorable al presidente Santos y, por ello, al acuerdo de paz, esto es la Costa Caribe, se comió el coletazo de un huracán que hizo que pueblos enteros quedaran con el agua al cuello (literalmente) y que en las grandes ciudades como Barranquilla o Cartagena de Indias te lo tuvieras que pensar dos veces antes de ir al colegio electoral.

El resultado: 75% de abstención en la ciudad de Barranquilla (cuya área urbana ronda los dos millones de personas) y el no al acuerdo de paz ganando por apenas 60,000 votos. Los que no votaron en la Costa. Ni más ni menos.

Por supuesto las razones del no son barrocamente más complejas. Colombia es un país con una permanente abstención estratosférica (este y no otro es el verdadero cáncer del país, de cuya explicación, desigualdad endémica, corrupción política masiva y sistémica, surge la comprensión de gran parte del resto de problemas nacionales). El acuerdo de paz incluía, en la práctica y más allá de jerga leguleya, una amnistía para los guerrilleros de las FARC, así como regalarles representación política en el Congreso. Y a eso lo llamaban justicia transicional. Uribe es un tipo de un carisma innegable y a Santos no lo quieren ni los suyos. Súmenle las mil y una historias personales que hacen que prácticamente cada vecino tuviera un motivo para desear ver en cualquier parte menos en las calles y en el parlamento a las FARC.

Nada más llegar a Colombia, mis anfitriones me dijeron que ellos no apoyaban los diálogos por la paz porque preferían a los guerrilleros en los montes que no en las ciudades unidos a la delincuencia común. Varios miles de señores que en su vida no han hecho otra cosa que pegar tiros en la selva y que el acuerdo de paz, en la práctica y más allá de subsidios temporales, dejaba a su suerte. Amén de que Venezuela queda muy cerca, que Cuba era el muñidor del acuerdo y que aquí hay más de uno y más de dos que no se fían. Por no hablar de unas diferencias sociales centenarias poco dispuestas a tolerar a la izquierda radical en sede parlamentaria, odios sarracenos (tan latinos, tan nuestros) entre clases y dentro de ellas mismas e incluso disputas por temas de moral (porque a los genios que hicieron el acuerdo no se les ocurrió cosa mejor que meter en él cuestiones como el matrimonio gay, lo cual soliviantó a toda la comunidad evangélica colombiana, que no es poca).

Con todo esto es posible hacerse un cuadro general que explica que detrás del no se esconde una realidad bastante más compleja que la que no pocos columnistas extranjeros (que no viven aquí) trazaron y que se resumía en que los del sí eran los buenos y los del no los malos. Simplificaciones se podrían hacer muchas. Como decir que los del no eran las clases altas, los del sí las medias y el 65% de abstención los pobres a los que les importa todo bien poco. Pero me temo que ninguna de ellas es más que un aspecto que sumar al retablo de las maravillas colombiano.

Sin embargo, el tiempo sí me parece un factor objetivo. Seamos serios, ayer fue la primera noche en dos años y medio que dormí con una sábana sobre mis carnes. Tuve que coger un taxi para ir al centro comercial (a seiscientos metros) porque estaba cayendo la mundial. Eso en una zona en la que cuando caen dos gotas el personal entra en pánico (aquí hay una cosa llamada arroyos, parecido a nuestras riadas, que se lleva a la gente y no la devuelve). No es nada despreciable concluir que más de uno, y ante todas las encuestas que anunciaban una victoria del sí, decidiera quedarse la mañana del domingo sequito en casa. El hecho de que a media mañana el gobernador departamental lanzara el grito de alerta y pidiera extender el horario de votaciones era una señal de que el desastre podía ser mayúsculo. Como lo fue. La abstención en la Costa fue diez puntos superior al resto del país. Y la Costa Caribe es el músculo que ya le dio la presidencia a Santos y del que ahora iba a salir el sí a los acuerdos de paz.

Muchos son los estudios que te dicen que votamos (y compramos y decidimos en todo) más por motivos irracionales que racionales. Cuando hay sol tendemos a ser optimistas y votar al gobierno. Cuando hace mal tiempo nos enfadamos y votamos a la oposición. Será casualidad, pero justo eso pasó aquí. Los negociadores de La Habana redactaron un texto de doscientas páginas, pero jamás hubieran podido prever que todo, como en Macondo, se lo llevaría el viento, la tormenta, el huracán que metió a los costeños en sus casas.

Y que mis amigos votantes del sí (posiblemente, yo hubiera sido uno de ellos, si hubiera sido colombiano) no se preocupen tanto. Todo en esta vida tiene solución. Y este pequeño impasse de realismo mágico también lo tendrá.