No hay nación en el mundo capaz de desesperar tanto a sus propios hijos. Ni que haya dado, en los últimos dos siglos tantos hijos desesperantes. Hijos tan buenos e hijos tan malos. Es ya un viejo tópico ese odio que algunos españoles sienten por España. Lo curioso es que se presentan como regeneradores, pero sobre una curiosa idea de la regeneración: la de primero destruirla hasta los huesos, hasta la memoria de sí misma. Odian el pasado y el presente, y odiarán el futuro. Y la verdad es que, escuchándolos, dan ganas de sumarse a ellos: no puede ser buena tierra la que produce a esta gente. Un fenómeno insólito, por lo demás, en el mundo, único: no hay ningún otro sitio donde haya tanta gente que reniega de su padre y de su madre en cuanto cultura, tradición, herencia. No hay otro país con tantos huérfanos, con tantos hijos de una inclusa sin patria, que expanden la idea de que somos la nación más perversa de la Historia. De una historia que, obviamente, desconocen o que necesitan deformar para resaltar la de las pequeñas patrias sustitutas, que, esas sí, nunca explotaron a nadie ni conquistaron nada. Salvo por el hecho de que participaron, junto a todos los demás, en ese pasado que detestan.

No quiero adentrarme en las sendas noventayochistas que nos tientan siempre. No sé por qué es así. Pero no lo entiendo. Pareciera que ese orgullo con el que dominamos y nos extendimos por el mundo, una vez acabada la aventura, arruinados y denostados por nuestros enemigos como no se ha hecho con ningún otro imperio europeo, nos hubiéramos quedado sin objetivo, con una soberbia muerta, inaplicable, devenida en un veneno interior, entre nosotros y contra cada uno de nosotros mismos. Somos incapaces de vivir en paz, demasiado arriscados para aceptar la dorada medianía de una democracia modesta que podría habernos convertido, de haber sabido aceptarnos, en una nación feliz.

¿Qué puede explicar, si no, tanta estupidez, tanta mentira? Si hay indígenas en América, en la América que somos, es sólo porque fue España quien conquistó y colonizó esas tierras. Con sus muchos errores, vilezas y crímenes. Pero también con una generosidad extrema, que llevó, como no ha pasado en ninguna otra colonización europea, a considerar súbditos iguales a todos los que vivieran en las tierras de la Corona, españoles, mestizos o indios. Y a defenderla con inmenso heroísmo de quienes, Inglaterra, sí pretendían convertir aquellas tierras en simples factorías regidas por su recurrente apartheid racial.

¿Por qué nadie habla de las Leyes de Indias? ¿Por qué nadie explica que los indios, mayoritariamente, combatieron del lado de la Corona durante las guerras de independencia? ¿Alguien sabe que las lenguas indígenas fueron salvadas y codificadas por los misioneros españoles, que así las aprendían para predicar el cristianismo en la lengua de los nativos? Fueron las nuevas repúblicas las que impusieron el español a partir de la independencia. Pero esto, ¿lo sabe la cohorte de tontos interiores que hoy dirige muchas de nuestras instituciones? ¿Quién recuerda las universidades, las catedrales, las plazas, las obras de ingeniería magníficas que España dejó allí? Los más nocivos para los indígenas no fueron los españoles de la metrópoli, sino las burguesías criollas que les sucedieron. Es decir, los padres de los progres americanos de hoy, aliados con los progres de aquí para culpar a España de lo que hicieron ellos. Los verdaderos criminales fueron los Tirano Banderas que produjeron antes y siguen produciendo hoy, sólo que ahora disfrazados de bolivarianos indigenistas.

En fin. Qué se puede decir. No queda saliva para seguir impugnando el rebuzno antiespañol, la villanía de esos antitaurinos a los que los animales les importan un pimiento, mientras se ahogan en su propia bilis. Todo contra España. A mí ya sólo me reconforta, porque allí está mi lengua, sentirme hispanoamericano. Acaso cada día más que español.