Vengo sosteniendo que al PP habría que ilegalizarlo, por sus trampas, abusos y desvergüenzas, que afectan de modo especial a su financiación como partido y (asunto éste, insoportable) a sus campañas electorales. Y también sostengo que debiera ser el propio Gobierno, en la persona del ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, quien demandara esa ilegalización.

Un ministro del que podría esperarse alguna sensibilidad moral específica, dada su inscripción como miembro notable de una secta católica que pretende vivir en el mundo para dar ejemplo; y así, de paso, compensaría con una iniciativa potente y moral sus indescriptibles ocurrencias cuando impone medallas a las Vírgenes en imposibles ejercicios del Estado laico, o cuando nos desvela Dios sabe qué policías de la sombra para mayor gloria de Orwell y su Estado vigilado.

Y que se reconvierta este PP de ahora en nombre y ética; que no es que yo quiera que desaparezca, no, sino que vaya a parar, en la historia política de España, al lugar ignominioso que merece. Que se llame Ciudadanos, por ejemplo, tras una OPA amigable y de interés mutuo sobre la inequívoca formación que ahora lleva ese nombre y que se mueve muy bien en esa pavorosa farsa, con oportunismo y alevosía, de querer regenerar España empezando por el PP (¡oh!); o que se ponga PP (B), actualizándolo de manera tal que todos pudiéramos reconocerlo y su brillante ejecutoria no sufriera menoscabo.

Pero que se ilegalice y, en un arrebato de decencia, la propia gente del partido (sus líderes, sus ministros) así lo insten ante el ministerio del Interior y el Registro de Partidos Políticos, si es que no quieren denunciarse ante la Fiscalía Anticorrupción, por ampliar el itinerario judicial y completar el espectáculo tan arduamente marcado.

Que tengo predicado yo que la corrupción es equivalente al golpismo moral, ya que conculca las normas de convivencia democrática y degrada la vida social produciendo atrasos, regresos y subdesarrollos no siempre recuperables. Los políticos inmorales no están legitimados para reivindicar la democracia (como hacen éstos hasta el empacho), por liberal que ésta sea.

Ya señalé a los ignorantes como el primero de los grandes grupos de votantes del PP. Se trata de quienes ni saben ni piensan, y tampoco quieren complicarse la vida analizando lo que les sucede. Y mucho menos lo que le sucede al país. Se incluyen los que, pobres o de escasos recursos, sean o no asalariados, votan sin más a los que son responsables, directos o indirectos, de sus miserias.

Dejé pendiente analizar los otros dos grupos que anuncié. El segundo es el de los adheridos o adictos, es decir, los que votan al PP por homologación de ideas, por su herencia/tradición política (familiar, conservadora), por el carácter de su ocupación (que se considera más relacionada con las ideas liberales o conservadoras), o porque han crecido o estudiado, siendo reacios a que el interés de lo público predomine sobre lo privado€ Se trata del amplio mundo de los negocios, pequeños o grandes, de los propietarios agricultores, de buena parte de los funcionarios y de colectivos de profesionales irremediablemente conservadores, como son la gente de religión, de toga, de armas (con sus siempre llamativas excepciones)€ que ven, saben y aceptan la corrupción, bien porque no les parece tanto, bien porque ellos mismos harían lo mismo de darse el caso. Este grupo abona la inmoralidad política, ´de crucero´, del país, pertinaz a lo largo de siglos, que es parte de nuestra idiosincrasia y, vaya, hasta de nuestra alegría de vivir.

El tercer grupo es el de los interesados, sin más, que pueden ser considerados emanación de los anteriores, pero cuyo rasgo principal es que pertenecen al conjunto de los beneficiarios directos de las políticas conservadoras del PP, participando en su generación no pocas veces. Se trata de los elegidos en procesos electorales o de quienes trabajan o actúan desde los aparatos político u orgánico directamente relacionados con el partido o el Estado en virtud de su identidad política. Es decir, que, entre otros intereses, el económico figura destacadamente, superando a veces (como estamos viendo) el del poder. Por supuesto que este último grupo es aquél en el que campea el corrupto, sea o no militante de carné, al que la densa (y escalofriante) experiencia judicial de los últimos diez años identifica como personaje político o administrativo de altura (caso de los tesoreros del PP).

Es verdad que este esquema lo supongo más o menos universal, pero es inequívoco y de aplicación directa en países y territorios subdesarrollados socioeconómicamente, entre cuyas gentes la cultura política es rara avis y apenas se trabaja; esto lleva a votar a todo tipo de derechas, cuyo pasto histórico y ´racional´ vienen siendo las vastísimas praderías de la ignorancia.

Por supuesto que me acuerdo de la exuberante corrupción del PSOE en los tiempos de Felipe González, lo que éste parece haber olvidado cuando da lecciones de política y de moral aquí o en Venezuela, pero estoy tratando de explicarme por qué mi tierra vota tan afanosa e insistentemente a un partido como el PP, que tantos creemos que no cesa de escandalizarla y perjudicarla.

(Aprovecho y remato volviendo a Felipe, dejo de lado su papel, siempre por la derecha, en la defenestración de Pedro Sánchez, y hago como Catón el Viejo con Cartago, repitiendo una y otra vez que (Delenda est Cartago) había que destruirla. O sea, que el PSOE debiera expulsar al cansino oráculo hispalense del partido, así como a varios de sus apoltronados y forrados de sus barones, y que ésta es una de las condiciones, cualitativas, de cualquier recuperación, si es que esto es aún posible).