Dos meses llevo sin poner un pie en la calle y esto incluye también la oficina, el supermercado, la farmacia, la peluquería y tu portal.

Dos meses llevo ya sin salir de casa, sin hablar con nadie y sin vestir otra cosa que no sea una camiseta.

Llevo dos meses exactos descalza, sin encender la televisión ni escuchar la radio ni conectarme a Internet.

Llevo dos meses mirando al techo, sin leer, sin escribir, sin pintar, algo así como una muerta sin cadáver.

Llevo sesenta días observando el color de mis ojos sin ti y buscándote en su fondo.

Llueve hoy por fin después de dos meses y ni siquiera me he acercado al ventanal para ver el espectáculo.

Llueve y es la primera vez que lo hace desde la última. La ropa mojada llevábamos los dos bajo aquel cielo conmovido. Yo no te dije que te quiero y tú no me dijiste «quédate». «No me digas que me quieres hasta que sea tarde», te reproché yo y me marché. Me alejé con mi pelo pegado a la cara por el agua, que caía sin remedio, y el alma despegada de los zapatos y del pecho. Así, como dejando miguitas de corazón por el camino.

Mi madre se tuvo que llevar el perro, se lo dejé sobre el felpudo y con la correa anudada al pomo del otro lado de la puerta. El mismo felpudo en el que, cada tarde, deja un tupper con comida para mí y eso es lo único que entra en mi cuerpo desde hace sesenta días. El mismo felpudo bajo el que yo te dejaba la llave para que entraras por sorpresa, sin llamar, como todo lo bueno. No obstante, yo no dejo pasar a esta buena mujer para que no vea la leonera en que se ha convertido mi apartamento, para que no recoja los pedazos de corazón del suelo y para que no crea, como haría cualquiera, que me han robado. Y, sin embargo, aquí fuera está todo más ordenado que en mi cabeza.

Ocho semanas estoy tratando de evitar, sin mucho éxito, la impertinente visita de los recuerdos, esos molestos comensales que se presentan sin avisar y que te erizan la piel de nuevo, al recordarlos. Momentos breves a veces, como cuando nos rozábamos accidentalmente, después de una discusión, al coger el azúcar o la pasta de dientes, mientras los cepillábamos en un silencio enfadado y mudo, un silencio amnésico de amor.

Pero son los momentos felices los que pegan más fuerte. Aquella vez en el sofá. Aquel sofá con vocación de cama. Tu sofá. Tú liabas un cigarrillo y yo... yo te abrazaba por detrás. Besaba tu espalda en un chequeo interminable y tú liabas aquel cigarrillo. Aquella vez, en tu sofá. Yo deslizaba mi cara por tu piel, te sentía en mis sienes, en mis pómulos. Abría la boca y dejaba entrar tu calor, tu sabor. Tu olor invadía mi nariz y mi deseo. Mis piernas estaban abiertas y tú ocupabas el hueco que dejaban. Tú, de espaldas a mí, en tu sofá. Soltaste aquello y te giraste en un abrazo casi violento, con besos urgentes, hambrientos, compartiendo tu barba, tu boca y tu saliva conmigo. Erizándome la piel, aquella vez, en tu sofá. Erizándome la piel, también ahora y toda vez que lo recuerdo. Y me reprendo por cerrar los ojos cuando me besas, cuando me abrazas porque ahora quisiera poder verlo.

O aquella otra vez en mi coche. Yo iba al volante. Nos mirábamos por turnos. Los ojos nunca coincidían. Yo sentía una vergüenza absurda acaso. Se me salía el corazón, habíamos hablado mucho y nos habíamos visto muy poco. Se me salía el corazón y golpeaba fuerte y sonoro, acallando el destartalado ruido del motor. Yo llevaba aquel corte de pelo, con la nuca más corta y, a ambos lados del rostro, el pelo más largo caía en una cortina rubia. Tu cuerpo menudo a mi derecha, como un imán inaccesible y diferente, perfecto en la ecuación. Y lo hiciste. Llevaste tu mano a mi nuca y me acariciaste, me revolviste un poco el cabello que yo había estado arreglando toda la tarde. No sé cuánto duró porque los relojes se callaron y el mundo contuvo el aliento. Y se me erizó la piel. Y se me eriza la piel.

El sonido de un motor que no escucho desde hace 1.460 horas me devuelve a la Tierra. Tu coche suena mejor que el mío y no deja de llover. El motor se detiene. Calculo el breve espacio de tiempo que ha de transcurrir hasta que te plantes ante mi puerta y no encuentres la llave bajo el felpudo, bajo un tupper que no he recogido hoy. Tres, dos, uno. Pequeños ruidos del pasado. Imagino tus pulgares, ligeramente desviados, levantando la estera en infructuosa búsqueda. Y suena algo diferente, un papel deslizándose bajo la puerta. Espero a que hayas bajado las escaleras y lo recojo. Leo: «Ojalá sea lo suficientemente tarde. Te quiero».

La chica de los ojos grises sin ti, la de la camiseta de tirantes, la de los pies descalzos, la del corazón sin riendas se precipita sobre la puerta, vuela por las escaleras, corre tras de ti y te abraza por la espalda: «¿Dónde crees que vas, amor?».

„A coger música del coche„ respondes, desvelando todas las respuestas.