Les guste o no a algunos, la figura de Rajoy siempre estará asociada a la corrupción, a los recortes arbitrarios y a la injusticia social. Estará ligada indisolublemente a sobres marrones con sobresueldos en billetes de 500 euros (Bárcenas dixit), al «Luis, sé fuerte» dirigido al tesorero del PP cuando salió a la luz su cuenta de cuarenta millones de euros en Suiza, o a la condescendencia con la que ha tratado cuantas tramas de extorsión y financiación ilegal han proliferado en su partido mientras él ha sido su presidente. Que es parte y ha tomado parte es algo que sabe hasta el Tato. Incluida la fiscal del caso Gürtel. «Está demostrado clama la magistrada que el PP se benefició de fondos procedentes de cohecho y malversación».

Les guste o no a algunos, Rajoy tendrá que seguir cargando con la pesada mochila en la que se amontonan la obscena Reforma Laboral promulgada por su Gobierno, la inoperante LOMCE impuesta por Wert (el que ahora vive plácidamente en un palacete español en la capital francesa); el intento de su exministro Gallardón de imponer una reforma de la actual ley del aborto que merma los derechos de las mujeres; su brutal política económica que no ha hecho sino aumentar las desigualdades; y sobre todo una manera de gobernar entre la indolencia, la chulería y la mentira, que tanto irrita a tantos españoles.

Esa es la imagen que Rajoy ha proyectado en la última legislatura de mayoría absoluta y la que quedará grabada en piedra, por mucho que en el último año en que ha estado en funciones haya mantenido un perfil bajo y ande ahora, convertido en adalid de la moderación, perdonándole la vida al PSOE con propuestas ladinas de entendimiento. Con Rajoy no puede haber regeneración democrática. Es tanta la animadversión que despierta en gran parte de la ciudadanía que se ha convertido, justa o injustamente, en una estatua a derribar. Y quién apuntale ese símbolo de la corrupción y la injusticia (y el PSOE lo sabe muy bien) tendrá que rendir cuentas ante sus votantes. No habrá, pues, paz para quienes por activa o por pasiva (esto es, absteniéndose) lo encubran de nuevo a la presidencia del Gobierno.

Pero nos guste o no a muchos, esta misma figura, muy debilitada tras las primeras elecciones de diciembre, salió enormemente fortalecida tras los segundos comicios de junio. En gran parte por la incapacidad de la izquierda para articular en la primera legislatura un Gobierno de progreso aprovechando su mayoría parlamentaria y la flaqueza y división en la derecha.

Y nos guste o no a muchos, esta figura, que ha dividido, fraccionado y desgarrado a este país, está ahora dividiendo, fraccionando y desgarrando a la izquierda. En primer lugar, al PSOE, que crucificó a su secretario general en la plaza pública la semana pasada. Y cuyo apoyo o no a su investidura ha abierto en canal al partido. Y de paso, también, aunque de rebote, a Unidos Podemos que no saldrá indemne de este atolladero si 'el señor de los hilillos' sale finalmente investido.

Mónica Oltra, con valentía, ha reconocido que quizá se equivocaron, «sabiendo lo que se sabe ahora», al no facilitar en la primera legislatura la presidencia de Pedro Sánchez, apoyado entonces por Ciudadanos. Demasiado tarde. También en la izquierda de la izquierda Rajoy está metiendo indirectamente el dedo en la llaga. Iglesias y Errejón difieren sobre tácticas a seguir. Para unos (Iglesias y sus seguidores) pueden peligrar los pactos autonómicos de gobierno entre el PSOE y Podemos; para otros (Errejón y sus partidarios), con mejor criterio, una cosa es el escenario nacional y otro el autonómico. El 'incendiario' y 'el templado', enfrentándose o debatiendo, como prefieran, abiertamente.

Sea como sea, a la izquierda sólo le queda ahora pasar a la oposición. El escenario está servido: dos gallos en un mismo corral disputándose la hegemonía. Un PSOE abierto en canal y un Unidos Podemos debatiéndose entre la realidad y el deseo. Y Rajoy en medio, después de haber ganado la partida, fumándose plácidamente un puro.