Los avatares del PSOE ocupan tanto a los medios de comunicación que llevamos unos días que sólo parece existir el momento que vive el viejo partido socialista. Tan enjugascados estamos con esos acontecimientos, que nos olvidamos de otras cosas que han ocurrido y están ocurriendo en este país nuestro. Cosas que hubiesen merecido una mayor atención por parte de todos; es mi opinión, claro. Y como lo pienso así, no resisto la tentación de volver a algo que sucedió hace unos días en Barcelona y que me ha hecho recordar tiempos pasados.

En la dictadura, el que no era fascista era comunista. No había término medio, o conmigo o frente a mí, así es que el que no era fascista y tampoco comunista arreglaba el asunto diciendo eso de «yo soy apolítico», que según la RAE es «quien manifiesta indiferencia o desinterés frente a la política» y que traducido al lenguaje de entonces es que no era franquista. Así es que España, en aquellos años, fue el país con más alto índice de apolíticos de Europa y, si me apuran, del mundo mundial. Pero después de cuarenta años de democracia creíamos superado todo aquello, todo lo que hacía de nuestro país un lugar especial, cosas que percibías nítidamente cuando viajabas por Europa y exhalabas el extraordinario aroma de la democracia. Pero no, hay quienes se empecinan en continuar con el mismo lenguaje o actitud rancia y sin sentido.

Porque muy rancio y muy sin sentido es lo que ha ocurrido en el ayuntamiento de Barcelona, que no ha tenido el eco que debería, no sabemos si porque quienes lo han provocado pertenecen a uno de esos partidos llamados emergentes que gozan de toda la comprensión y tolerancia de una parte de la sociedad y también de algunos medios, aunque cometan las mayores estupideces, o porque al parecer hay una cierta impunidad para determinadas tonterías.

Una gran tontería, si se me permite la expresión, es la decisión que tomó hace unas fechas el ayuntamiento de Barcelona, gobernado por Ada Colau, de En Comú Podem, que ha traído como consecuencia la retirada del nombre de la placa de una escultura que recuerda los JJOO de 1992, regalada a la ciudad por el difunto presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) José Antonio Samaranch (fue presidente de 1980 a 2001). Pero aún pudo ser peor si la primera idea se hubiese impuesto, porque lo que se pretendió, en instancia inicial, fue quitar la mencionada escultura alegórica a uno de los momentos que más brillo dieron a la ciudad condal. Pero no, al parecer esto no será suficiente, porque la CUP ha preguntado también al gobierno municipal si tiene previsto suprimir este nombre del Museu Olímpic i del Esport Joan Antoni Samarach, que le fue añadido tras la muerte de Samaranch en 2010 a propuesta del alcalde socialista Jordi Hereu. Y al parecer se estudiará 'seriamente'.

Me pregunto dónde queda el tan cacareado seny catalán, porque aun a riesgo de que alguien me tache de franquista (basan su estrambótica decisión en que Samarach lo fue), y ahora estamos en un momento en el que si no estas de acuerdo con los chicos de Podemos eres sospechosa de no ser de izquierdas, y si me apuran demócrata, yo me permitiré defender la figura de Juan Antonio Samarach, porque el recuerdo que dejó es el de un magnífico presidente del Comité Olímpico Internacional, un hombre que hizo posible las exitosas Olimpiadas de Barcelona y que fue respetado en todo el mundo del deporte, y por todos quienes le conocieron.

Coincidirán conmigo en que mucho de estupidez humana, y si me apuran de cretinez, tiene la retirada del nombre de Samaranch de esa estatua conmemorativa de los Juegos Olímpicos de Barcelona, porque esa ciudad tiene un antes y un después de la Olimpiadas del 82 y él hizo todo porque eso fuese posible.