Cuando empecé a trabajar en educación hace ya muchos años, recuerdo que algunos padres me criticaban duramente por no enviar deberes para casa. Incluso, en ocasiones, como suele hacer el español medio, que no sabe de nada pero cree entender de todo, cuestionaban mi profesionalidad cuchicheando entre ellos o protestando formalmente ante al director. Al igual que entonces, sigo pensando que el tiempo que se dedica en el aula a enseñar debe ser suficiente para aprender y que, si no da tiempo, entonces hay que replantearse los programas de estudio, no los deberes. Obviamente, soy defensor de realizar algunas rutinas en casa por parte de los alumnos, como la lectura diaria, los trabajos en común como la realización de murales o vídeos o, lógicamente, terminar las actividades que debían ser terminadas en el aula pero que (por pereza o dejadez) no se terminaron a tiempo. Seguramente, muchos de los padres que me criticaban por entonces son hoy defensores acérrimos de no enviar deberes a casa, algo normal en un país donde todo el mundo tiene derecho a opinar por el simple hecho de tener lengua, aunque luego a esa lengua no le acompañe el raciocinio.

Como he dicho, los tiempos han cambiado. Hace un par de décadas, uno podía dar clase a un grupo de alumnos y daba tiempo a terminar prácticamente todo lo que uno tenía programado para esa jornada. Hoy en día, sin embargo, los primeros quince minutos de clase se dedican a comprobar qué alumnos han traído los deberes o qué alumnos han realizado las tareas del día anterior. Eso cuando traen los libros. Luego, a lo largo de la sesión, unos diez minutos más o menos se van en pedir atención o en mandar callar. Teniendo esto en cuenta, podemos decir que a lo largo de la jornada escolar se pierden cien minutos en mandar callar, en comprobar quién hace las tareas, en pedir atención, en pedirles que no se insulten, que no se levanten sin permiso, que no se peguen chicles en el pelo, que no lancen pelotas de papel, que no escupan, que se sienten bien, etc. Esos cien minutos perdidos, no se perdían antes.

Si hago un análisis comparativo de lo que sucedía hace 25 años y lo que sucede ahora, podría decir que el cambio más significativo es que los alumnos de entonces venían con las normas de comportamiento y la responsabilidad aprendidas de casa. Eso hacía que el tiempo en el aula fuese mucho más efectivo. El número de alumnos con conducta desafiante, o pasotas, o que no traen libros, o que ya desde muy pequeños son beligerantes, se ha triplicado en la última década. En los colegios de hoy en día, la educación es menos necesaria que la domesticación. Incluso alumnos de educación infantil con solo tres años les pegan patadas a sus profesores, o les muerden o se sacan la chorra y se mean en mitad de la clase como si fuesen criaturas salvajes de una película de Steven Spielberg.

Puede que, como dicen algunos, la calidad de nuestros profesores no sea la mejor del mundo. Desde luego, yo no voy a negarlo. Pero también es cierto que es muy difícil ser profesor cuando tu profesión no es valorada ni por los padres ni por la Administración; que es muy difícil ser profesor cuando existe intrusismo por parte de toda la sociedad, que se cree capacitada para opinar de educación; y que es muy difícil ser profesor cuando tienes que anteponer la enseñanza de las normas básicas de conducta a los contenidos de tu asignatura por culpa, precisamente, de la dejadez de unos padres que luego son, irónicamente, los que te juzgan.