Sabía que pronto cambiarían y sería difícil recordarlas tal como eran. La noche de la feria podía haber sido un buen momento para observar, pero estaba cansado y tenía prisa. No me gustan las ferias, no sé si es algo de ahora o de siempre. Me pregunto si alguna vez me gustaron, supongo que sí, como a todos los niños, aunque no las he frecuentado mucho. Creo que se rigen por unas reglas que desconozco o que ya he olvidado.

El caso es que ni siquiera el entusiasmo con el que la otra noche mis hijas me arrastraban entre los puestos de la feria lograba sacarme de mi aburrimiento. Yo había sido ese padre que sacaba fotos de su hijo subido a un caballito o que le animaba a montarse en el poni para dar vueltas sobre la tarima, pero ahora esperaba dejar todo eso atrás con la excusa de que mis hijas ya eran casi mayores y a mí me aturdía el estruendo de las atracciones. No me daba cuenta de que era una última oportunidad de entrar en un mundo que no está abierto eternamente.

Mis hijas se empeñaron, con el ímpetu de los restos de la infancia, en probar suerte con el lanzamiento de dardos. Según ellas, siempre habían querido tener esa enorme serpiente de ojos saltones que se ofrecía como premio desde lo alto del tenderete para quien fuera capaz de pinchar al menos tres de los globos que asomaban por unos orificios de la pared a una distancia de unos tres metros. Intenté disuadirlas diciéndoles que esos juegos eran poco menos que una estafa, que estaban dispuestos de tal manera que, por medio de trucos o efectos ópticos, creaban la ilusión de ser fáciles de conseguir, pero en realidad ni con mucha práctica y la mejor puntería serían capaces de acertar.

Me acordé de un cuento de Dylan Thomas del que he sacado el título para esta columna. En esa historia, una niña que busca cobijo una noche bajo las lonas que protegen las atracciones encuentra un bebé abandonado que no para de llorar. Con la ayuda de un feriante ponen en marcha el tiovivo y ella se monta con el bebé en brazos. Entonces los caballitos de madera se ponen a dar vueltas «y el trepidar de sus pezuñas acalla los lamentos del viento de la noche». De vuelta a casa, aún tuve tiempo de ver a mis hijas con las serpientes alrededor del cuello: «Lanzamos los dardos sin apuntar».