Colombia se citaba anoche con la historia. También con la paz. Los colombianos estaban llamados a las urnas en un plebiscito para ratificar o rechazar el llamado Acuerdo de Paz que alcanzó el Gobierno colombiano con las FARC tras cuatro años de negociaciones. Se trata de desterrar 52 años de conflicto, de guerra, más preciso, si nos atenemos a que ha acarreado una violencia extrema y despiadada, en la que se calculan más de 260.000 muertos y millones de desplazados. El debate ha acompañado el proceso. ¿Es lícito y ético el precio a pagar por la paz? Los partidarios del ´no´ arguyen que supone «la impunidad por la indulgencia con el terrorismo». No habrá penas para los guerrilleros si confiesan y podrán reconvertirse en la vida civil, incluso podrían participar en la esfera política. Pero ésta era la única salida para los guerrilleros en la negociación; una guerrilla obligada a entregar las armas y que, como todos los grupos terroristas derrotados, no ha visto cumplido su objetivo: Colombia sigue siendo capitalista. No existe acuerdo si no hay concesiones. Y, trasladado a Colombia, un acuerdo de paz no equivale a ser justos.