Ante el final del conflicto entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC y frente a las inmensas posibilidades que el mismo abre para la sociedad colombiana, me gustaría, como invitado extranjero que soy en dicho país, hacer una pequeña reflexión sobre la realidad política de esta nación suramericana.

La reflexión es sencilla. Iba yo a sentarme en mi asiento de un vuelo de Bogotá a Barranquilla allá por el otoño del año pasado, en fechas cercanas a las elecciones regionales y locales, cuando no pude evitar escuchar al viajero que ocupaba el asiento ubicado junto al mío y que explicaba por teléfono móvil, con toda naturalidad, y sin bajar el tono de voz, a su interlocutor cuántos votos tenía y de cuántos podía disponer.

Como por aquel entonces yo ya llevaba una temporada en Colombia, como me dedico precisamente al Derecho Constitucional y como ya eran varias ocasiones en que había leído sobre el tema y me lo habían explicado, sabía perfectamente de qué trataba la conversación telefónica de mi vecino de avión: de la compra de votos.

En Colombia, especialmente en algunas zonas como la Costa Caribe, a donde se dirigía el avión, es bastante recurrente la compra de votos como instrumento para conseguir ganar unas elecciones. Es el típico secreto a voces. Algo que nadie reconoce oficialmente, pero que todos saben que sucede. En el mismo día en que escribo estas líneas, he asistido a una conferencia donde la joven conferencista ha preguntado con plena normalidad a los asistentes cuántos han recibido ofertas por su voto. El rumor ha sido generalizado y no pocas voces se han alzado diciendo que a ellos les había pasado.

El voto se compra por 50.000 pesos, unos quince euros. O por menos. A veces por algo de comida. O de bebida. O por una mezcla entre efectivo, comida y bebida. Depende del receptor de la oferta. Generalmente clases populares, que viven en barrios marginales, que no tienen ingresos fijos y que, en no pocas ocasiones, no suelen saber qué comerán al día siguiente. Son recurrentes las imágenes de autobuses que en jornada electoral acuden vacíos a los barrios pobres para salir de ellos repletos de votantes que se dirigen al centro electoral.

Pero no siempre el objetivo es la gente humilde. Otra práctica muy habitual, a medio camino entre la compra del voto y la extorsión, es la solicitud a tus empleados de que voten aquello que tú les indicas. O la indicación de que ellos mismos ejerzan de captadores de votos entre familiares y amigos. La estructura puede volverse ciertamente compleja y, en última instancia, da lugar a una red de conseguidores que tiene por base a miles de personas cuyo voto se compra o se exige por fidelidad debida y por cúspide a candidatos formalmente respetables y que, oficialmente, no saben nada de lo que se hace a sus (supuestas) espaldas para garantizarles la victoria.

Con lo que el descaro con el que el pasajero que se sentaba a mi lado afirmaba que tenía tantos votos y que pedía esto y lo otro por ellos es algo tristemente habitual en este país. En España lo fue en tiempos de Romanones. Aquí lo sigue siendo ahora.

La desaparición de las FARC es sin duda una buena noticia. Sin embargo, no es descabellado pensar que dicha desaparición no será tanto un final, como una transformación. Igual que la que sufrieron en su día los paramilitares. Que de estar en los montes y en los pueblos pegando tiros, pasaron, según no pocas acusaciones, a ejercer el control de facto de esos mismos montes y pueblos pero desde la legalidad de ser elegidos concejales, alcaldes u otros puestos más elevados que, para no pocos, llegan hasta relevantes asientos del Senado. Puestos para los que son elegidos merced a procedimientos como los señalados anteriormente u otros peores.

Idénticas palabras se podrían predicar del narcotráfico. Basta con hablar con el colombiano medio para que te diga que los narcotraficantes no se han esfumado. Simplemente se han ´civilizado´. Han tomado un perfil bajo, como indica la expresión local. Esto es, hace una década vivían en barrios caros, lucían coches lujosos y aparentaban, mientras que ahora viven en barrios de clase media, conducen utilitarios y pasan desapercibidos. Antes organizaban guerras contra el Estado (como la del legendario Pablo Escobar) y ahora son conscientes de que, a menos follón armen, mejor les irá. Y después te paseas por barrios recién construidos cuyos vecinos te confiesan que todo el mundo sabe de dónde ha salido el dinero para construir las torres de apartamentos y los centros comerciales de estilo gringo. No precisamente del banco.

¿Con este marco de hipocresía generalizada tiene sentido albergar esperanzas en el futuro de Colombia con el fin de las FARC? Pues yo creo que sí. Partiendo de que todo es falsedad e hipocresía, hay que asumir que en ocasiones, y por cínico que sea reconocerlo, la falsedad y la hipocresía son la única forma de poner fin al caos y civilizar un país que no hace tanto coqueteó con la posibilidad de convertirse en un Estado fallido.

Colombia tiene un futuro luminoso. A poco que su clase política no deprede más de lo habitual y permita que las pujantes y jóvenes clases medias (cada vez más modernas y ambiciosas) se desarrollen y multipliquen, el futuro no puede ser más que optimista una vez terminados los mil conflictos armados que durante décadas devoraron el país. Colombia es, literalmente, una mina de oro, esmeraldas y petróleo, que mantiene virgen y sin explotar más de la mitad de la superficie del país, que tiene un ordenamiento jurídico aceptablemente sensato para los estándares regionales y que posee una población cada vez más formada.

Su paradoja es que su resurgir se está construyendo bastante más sobre el pragmático cinismo que sobre la reconciliación.

Bueno, me sé de otros que no hace tanto hicieron algo no tan diferente. Aunque ahora vayamos de estupendos.