Se dijo: «Jamás volveré a escribir sobre el amor».

Y, efectivamente, no volvió a escribir.

A simple vista se diría que ya nos hemos quedado sin historia y esto, la verdad, no es del todo incierto. Esa santa mujer, loca no estaba, pero muy cuerda tampoco. La gente solía especular sobre la idea de que escribía acerca de su vida. La gente (y esto es muy raro), en este caso, estaba equivocada. Ella no escribía sobre su vida. Error. Ella escribía su vida. Es decir, si quería que ocurriese algo, lo escribía. O bien, una vez escrito, se veía en la obligación, literaria y moral, de que sucediese.

Como bien hemos dicho, nuestra protagonista loca no estaba, pero un poquito excéntrica sí que era. Por ejemplo, ella tenía esta cosa con los números. Si, pongamos por caso, iba a la carnicería y le tocaba el número 52 (resulta que el número 52 era nefasto para ella), lógicamente salía del comercio sin su carne. Es más, seguro que era una señal de algo y ese día tampoco comería ni carne ni pescado ni lácteos ni derivados, si acaso un poquito de agua. O si, por decir algo, iba a un restaurante y el camarero era pelirrojo, obviamente ese día tampoco comería, porque la buena mujer también tenía esa cosa con los colores. Su fobia a los pelirrojos estaba totalmente justificada, ya que una vez, siendo ella chiquita, vio a un pelirrojo comiéndose un sapo. Ella tenía la total seguridad de que aquel sapito era su príncipe azul y por culpa de semejante mocoso anaranjado con pecas no pudo besarlo a tiempo. De ahí que no le haya sido posible encontrar el amor verdadero. Y ¡Santo Dios, vaya si lo ha intentado!

Sigamos.

Ya os he contado que la individua escribía para vivir. Por eso, a veces, no escribía acerca de cosas que deseaba, por si se cumplían. Por ejemplo, un día soñó que era atracadora de bancos y pensó: «¿Y por qué no? Escribiré sobre eso". Para documentarse se dirigió a su sucursal más cercana, consultó su extracto y vio que los del banco se le habían adelantado. No tenía caso escribir sobre algo que ya había pasado, aunque fuese en dirección contraria.

Otro día escribió, esta vez sí, que subía a un tren cualquiera con la única condición de que el trayecto durase media hora. Una vez en el tren, elegiría a un pasajero. Un pasajero cualquiera y desconocido, según las siguientes claves: que no llevase anillo, que no fuese vestido con polo y que no calzase zapatos negros. En esos treinta minutos debía (con el inconveniente de que no podría emplear más de diez palabras) abrazarlo, besarlo y abofetearlo, en ese orden exacto. No parecía tan difícil. Se fue a la estación de tren y pidió su billete:

„Por favor, un billete para un trayecto que dure treinta minutos.

„¿A dónde se dirige, señora?

A veces, sucede que encuentras taquilleros con muy mala baba que te llaman ´señora´.

„Camino a la literatura, caballero. Deme algo que tarde treinta minutos en llegar, he dicho.

„Su billete, buen viaje.

Sube al tren. Ahí está el pasajero ideal: ojos miel, piel clara, no lleva anillo (obvia la marca blanca que rodea su dedo anular), pelo suave, labios carnosos (se lo imagina haciéndose selfies en el baño poniendo morritos, trata rápidamente de enterrar semejante idea), camisa verde, náuticos azul marino. ¡A por él!

„Esto es un experimento sociológico, déjese hacer. Sonría, están grabando. (Diez palabras, diez, dichas entredientes para que no las capte la cámara imaginaria)

Primero, según estaba escrito, debía abrazarlo.

Pero dar un abrazo a un desconocido por el simple hecho de abrazarlo carecía por completo de sentido, así que ya que estaba en dicha posición extrajo su cartera. El desconocido no daba crédito, como los bancos. Pero no dejaba de sonreír que todos los días no sale uno en la tele en un experimento sociológico. Y de paso, ella se quitaba un poco el gusanillo de trincar un banco.

Segundo paso: el beso.

Sacó un pañuelito de papel y retiró cuidadosamente su carmín, pasó la lengua por sus labios, de esa forma hipnótica que no le fallaba nunca y por si acaso, lo hizo de nuevo. La presa estaba atónita. Procedió. Lamió los labios de la víctima en un reconocimiento ligero. Dio una segunda pasada porque en estas cosas le gustaba ser minuciosa. Lo besó primero sólo con los labios, después hizo una especie de ventosa para continuar metiendo lengua. Algo no iba del todo bien. Así que cogió las manos del artista invitado y se las colocó en las propias posaderas, en las de la protagonista le indicó con un certero movimiento que hiciese presión y ella hizo lo propio donde la espalda pierde su nombre sobre el coprotagonista. El beso empezó a fluir, desdibujó el escenario y los rostros por un tiempo, erizó la piel, subió la temperatura y las manos de ambos cobraron vida propia. Suficiente, pues, para desbloquear el segundo logro.

¡A por el tercero!

Aprovechando el calentamiento global del momento y que el señor de la camiseta verde se había dejado llevar hasta el punto de que sus manos se introducían bajo la blusa de la dama, caminito de la vía láctea y, una vez llegados a su destino, acariciaban con pasión aquello que distingue a los mamíferos, ella le propinó tal bofetada que se desordenaron hasta los renglones previamente descritos.

El señor, que creía que ya no podría ser más sorprendido, vio frustrada su intención de quejarse, pues nuestra escritora a base de gestos (recordemos que había consumido las diez palabras), señalaba hacia el inexistente escondite de la cámara y le indicaba mímicamente que sonriese.

Desafortunadamente, ella no siempre había podido manipular de esta forma la vida. En funestas ocasiones, la muy perra se había revuelto tratando de insinuar que ella, nuestra heroína, no era Dios. Como cuando envenenaron a su perro, sin haber escrito ella nada de eso o como cuando, fuera de guión, su madre murió a los 52 años, nefasto número desde entonces. Pero ésta, señores, es una triste historia de las que no caben aquí.