Viejo es una palabra desterrada cuando nos referimos a nosotros mismos. Vieja es la ropa decimos las cosas que usamos o los animales con que nos acompañamos, pero nosotros, no. En absoluto. Es, incluso, de mal tono reconocernos como tales? Si vemos una esquela de un colega setentitero, siempre comentamos eso de «joer, aún era joven...». Que la diña de ochentitero, soltamos lo de «bueno? era un poco mayor, pero no tanto», y solo cuando pasa la marca de los noventa empezamos a reconocer que «claro, ya con esa edad?», y no digamos cercano a la centena, «ya le tocaba». Pero nos sigue costando colocarnos la etiqueta de viejos.

Es que no lo somos, me contestarán la mayoría. Si acaso, mayores, pero nunca, jamás, viejos? y lo de mayores, con cautelas. Pero preguntadle a un joven, o mejor, a un niño, qué somos. El joven aún puede mentir, de hecho está aprendiendo a hacerlo, pero un niño todavía no sabe. Preguntad a un niño si somos jóvenes o viejos, pero sin advertirle previamente (no nos hagamos trampas) y escuchad con los ojos del corazón qué contesta. Pero, claro, naturalmente, nosotros no nos sentimos viejos, faltaría más. Además, lo estamos demostrando en nuestra vida diaria, en nuestros viajes del Inserso, en nuestras ropas y nuestros afeites para apegarnos a lo joven? en nuestros disimulos y fingimientos y, a veces, con nuestros lastimosos comportamientos. Y, la verdad, la única verdad, no es que seamos o no seamos viejos, si no que no queremos ser viejos. De hecho, lo consideramos indigno y de mal gusto.

Aunque así no lo sea, en realidad. El ser viejo, o mayor, es estar gastados, usados por la vida, por las experiencias, y eso es inevitable aún por mucho que nos esforcemos en simular lo contrario? Es cierto, muy cierto, que la edad mental no tiene porqué corresponderse con la corporal. Conozco viejos como yo con una apertura de mente que ya quisieran muchos veinteañeros. Pero eso ni le quita años ni le añade atractivo al físico. El que las jovencitas luzcan minishorts, monokinis o monoloquesea resulta refrescantemente natural, pero que se lo encasqueten sexagenarias resulta artificialmente patético. Y no es que sea eso tampoco.

Hemos pasado del extremo de enlutarnos vivos y abandonarnos a la más triste decadencia una vez cumplidos los cincuenta, al otro de querer vivir una segunda juventud, importada e impostada, que no nos corresponde, hasta pasados los ochenta. Y ambos extremos son falsos. Existe, pasada ya la juventud, una edad para la madurez, preparatoria a la senectud, que debemos vivirla y experimentarla con toda la inmensa dignidad que corresponde. Y aportarlo a la sociedad. Pero eso no es el querer regresar a una fase que ya hemos pasado, imitando modernas versiones o rescatando antiguas poses disfrazándonos de jóvenes. Eso ni siquiera es inteligente.

Un familiar mío me decía que se nos iban cayendo ladrillos de al lado, con los que formamos pared. Es cierto. Cada vez clareamos más, aunque no queramos verlo. En cualquier momento, ojalá y tarde mucho, que no será demasiado, nos tocará a nosotros dejar el hueco en la pared para otros, y esto debería bastar como aviso tan prudente como contundente, y tan claro e inevitable de que en esta fase, aún de plenitud creadora, no debemos repetir la versión de nosotros mismos que ya es pasado y que ya no nos corresponde, porque ya la vivimos en su momento. Y ya se sabe que nunca segundas partes fueron buenas.

Sí, entiendo que este artículo no va a ser muy bien recibido por una parte de mis coetáneos. Quizá no he sabido explicarme bien. O quizá es que me he explicado demasiado crudamente. Pero somos lo que somos, y ya no somos lo que fuimos. Si siempre queremos ser jóvenes ¿cuándo vamos a ser mayores? O viejos, que yo no me avergüenzo de la etiqueta. Hay un tiempo para ser niños, un tiempo para ser jóvenes, un tiempo para asumir la plenitud y la dignidad de la vejez? Con la columna de hoy quiero reivindicar ese espacio que, por tan mal comprendido, hemos llegado a avergonzarnos de él sin darnos apenas cuenta de que, en realidad, nos estamos avergonzando de nosotros mismos.

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